Soprendentemente vivo

Que se vayan todos al diablo. Todos.
Eso es lo que pienso mientras espero impacientemente un colectivo que va a llegar en cinco minutos, pero yo quiero que llegue antes. No quiero llegar al trabajo, pero sí quiero que el colectivo llegue antes. Esperar me exaspera. Quiero distraerme lo máximo posible.
Ese afán por escapar de mi ansiosa espera típica de lunes me llevó a mirarlos. Y por mí que todos se vayan al diablo eh. Pero no ellos dos. No. Ellos dos, no.
Serán 50 centímetros los que separan un balcón de otro. Ella está regando las plantas. Él fuma un cigarrillo arriba de una maceta azul que tiene un bonsái sorprendentemente vivo. Se saludaron; yo los vi. Hablaron de que está empezando a hacer frío; lo intuí. Él saltó de balcón a balcón; lo imaginé.
Pero estoy seguro de que él también.
Andate al diablo, Sol. Vos y tu realismo insoportable. Tu relativismo extremo. Tu sinceridad recalcitrante.
Cada vez que pienso en nosotros me enceguezco, así que dejé de verlos, me subí al colectivo y ocupé mi mente con estupideces y apuros varios. ¿Por qué no me dejaste pasarme a tu balcón? No era cuidarme, no mientas. Eran solo 50 centímetros.
Es lunes otra vez, Sol, y yo crucé rápido a comprarme unos chicles y vi pasar el colectivo que hace veinte minutos estaba esperando. Estaba a punto de insultar hasta a Dios y María Santísima cuando me cayó agua del cielo. No estaba lloviendo, así que pensé que lo que me faltaba era que lloviera solo encima mío.
Pero volví a la parada, miré para arriba y ahí estaba ella, en su jardín –o hasta invernadero–, regando con la más grande de las sonrisas. Y no todo termina cuando termina, Sol. No todo. Porque ella ya regó todas sus plantas, y ahora está regando el pobre bonsái de la maceta azul que él, seguramente, ni siquiera entiende por qué sigue vivo.
Ella no solo riega sus plantas. Ese bonsái no murió. No todo termina cuando termina.
Mientras como el último de mis chicles mojados, pienso en que un viernes como este podría haber sido nuestro. En lo único que te doy la derecha es en el tiempo. Es verdad que tenés que tener cierta noción y linealidad. Planificación, al menos.
Mi trabajo no me lo permite, pero mi trabajo me gusta. Eso no quita que ahora esté triste y, encima, amargado. ¿Quién me manda a esperar un colectivo a las 23:30 de un viernes para ir a trabajar? En eso sí me gustaría tener los tiempos de todos.
Miré para escapar. Pero después no quise escaparme de lo que había en mi mirada. Porque para ellos no había tal "tiempo de todos", sino el suyo, y ahí andaban, hablando a través del balcón con susurros que, te juro, me acariciaban el oído. Ella con su copa de vino, él con su vaso de cerveza, ambos con palabras entre manos y frases delicadas que se perdían en su jardín.
¿No ves, Sol? El reloj es cosa de todos. El tiempo es cosa nuestra.
Un poco siento que te burlaste de mí cuando, de pronto, él apagó la luz y se fue. Por suerte llegó el colectivo, porque no hubiera aguantado otra soledad además de la mía. Aunque no me creas, quiero que solo yo esté solo. Y que todos los demás se vayan al diablo, eh. Pero que se vayan con alguien.
No quiero ver más actos de generosidad en la calle. Nada de bebés riéndose ni curiosas casualidades. Me convertiste en un viejo cascarrabias que se aferra al pasado. Solo aspiro a una sonrisa. Pero no es la tuya, ni siquiera la mía.
¡¿Dónde estás, flaco?! ¿No la ves a ella, sola en el balcón, fumando para al menos imitar el aire que los rodeaba cuando estaban juntos? Me rehúso a darte la razón. Es casi una cuestión de fe.
Hoy me lo crucé al tarado. Qué sé yo a dónde iba que tuvo el atino de esperar el colectivo adelante mío. ¡Ni una vez miró para arriba! Todo el tiempo con el celular. Para mí habló con vos. ¿Cómo puede ser que ni siquiera tenga la maceta azul? ¿Ya no riegan el bonsái? ¿O él dejó que todo muriera de verdad?
Me esforcé para no pegarle. También para no mirar el celular. Porque ahí está tu mensaje, Sol. Me encantaría escribirte, pero hiciste que me dieran miedo las palabras. Sobre todo las que no leí.
El reloj me avisa que el frío ya volvió, pero no es igual que el antes. Ya no estás vos, ya no tengo trabajo y ya no está el bonsái. Ahora no quiero ni mirar para arriba. Una vez lo intenté, y ahí estaba ese maldito cartel: "Se vende".
Y dale con el olvido. Hay tantas cosas en la lista que la recuerdo cada vez más. ¿Vos también fumás para recordarme? Creo que a esta altura también pondría en venta mi departamento, o por lo menos lo haría con el balcón. Es tiempo de mirar al frente, no arriba.
Por eso fui a ver el departamento. Por curiosidad. Para verlo en primera persona. Estaba completamente vacío.
Mientras recorro las habitaciones todavía marcadas por el humo de sus cigarrillos, pienso en que quizás, si nada funciona, entonces al menos que nada me funcione al lado tuyo. Abrí tu mensaje ahí, en lo que debería haber sido un atisbo de esperanza, ahora convertido en un recuerdo de decepción.
– ¿Nos vemos?
Antes de contestarte salí al balcón. Y ahí, a unos 50 centímetros, estaba la respuesta.
Entre todas las plantas que ella regaba había un cenicero. Al lado, una cerveza apoyada sobre una maceta azul. Y sobre ella, un bonsái sorprendentemente vivo.
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