La extraña verdad del destino
No me gusta ser ignorante, ni centrarme en mí mismo. A cada cara que pasa intento ponerle una historia. Porque el nombre es imposible, quizás algunos tienen más cara de Eduardo u otros de Valentina, pero no hay forma de saberlo con una sola mirada, y tampoco es que el nombre diga mucho. Pero les pongo historias, las invento. Ese día me subí en el colectivo y me encontré con una colección bastante variada.
Había un hombre que lo acababa de dejar su pareja: las ojeras, la desfachatez y la mirada melancólica lo delataban. Una chica estaba enamorada, sonriéndole estúpidamente al celular y mordiéndose los labios. Uno salía agotado del trabajo, probablemente de una construcción en el fondo de la ciudad. Su posición en el asiento mostraba que su intención era hacer todo el recorrido. Me senté en el fondo. De repente, me tocaron el hombro.
– ¿Cuál es tu historia?
Me giré sorprendido. Un hombre de avanzada edad, con barba larga y mucho abrigo me miraba con una sonrisa pícara que le achinaba los ojos. Seguro era un abuelo que venía de visitar a su nieto, o un típico vagabundo que se mueve entre los colectivos en busca de alguien con quien conversar.
– Disculpá que te haya sorprendido así, tenías cara de buscar historias y quise saber la tuya.
– No, todo bien. No sé cómo contarte mi historia, hay versiones largas, cortas, fáciles y complicadas. Si necesitás un resumen, soy un soñador frustrado con aspiraciones diluidas y decepciones firmes.
– Por ahora – dijo, mientras miraba por la ventana. –Te queda mucho, pibe. Ni siquiera te enamoraste todavía.
– ¿Y eso cómo lo sabés?
– Las aspiraciones las vas a tener siempre, y las decepciones van a multiplicarse. Lo importante no es eso. Estás contando mal tu historia. Yo diría que sos un pensador pasado, un escritor presente y un sabio futuro. Estoy seguro de que no tenés idea de lo que se viene.
– Sí, puede ser. ¿Me delato muy fácil? Intento brindar otra apariencia, pero mi mirada me regala. Uno sabe cuándo otro lo analiza o busca su historia. Veo que tenés experiencia en eso.
– La misma que vos. Solo tengo más años. Muchas veces confunden experiencia con edad, y el tiempo solo da más oportunidades, pero no significa que dé más conocimiento. Eso depende de nuestra capacidad de alcanzarlo. Y vos estás muy cerca.
– Yo quiero llegar a ser como usted. Viejo, sin preocupaciones. Llegar a ese estado donde no importa el dinero, el éxito o el futuro, sino solo quienes tenemos al lado.
– Creeme que no. Cuando te veas en tu edad, vas a querer tenerla siempre – dijo, mientras se le escapaba una lágrima tímida por su mejilla izquierda, que se perdió entre su bigote blanco. – Lo malo es que no vas a poder escaparle al destino.
– El destino no existe – le contesté. Me preguntó por qué, le dije que era imposible que algo estuviera escrito, que nosotros nos enseñábamos a nosotros mismos, que marcábamos nuestro propio camino.
– Eso también se llama destino. Todavía no lo entendés, pero date tiempo. En serio, estás cerca. Es verdad que marcamos nuestro propio camino. Pero no sabemos que nuestro futuro nos está enseñando constantemente. Y pocos tienen la oportunidad que vos tenés.
No entendía a qué se refería, pero lo escuchaba atentamente. El viaje duró mucho, el colectivo iba más lento de lo normal y, por primera vez, no me importaba. Me dijo cosas que yo ya sabía, pero las decía con una mirada distinta, casi de nostalgia mezclada con disfrute.
El colectivo fue por una calle que nunca iba, y ahí se bajó. Lo vi irse, con toda la vida por delante, pero con todo por detrás. Nuestro intercambio había sido de esos que perduran en la memoria, casi sin intentarlo.
Muchos años más tarde lo volví a cruzar. Subió al colectivo, buscando historias, sin todavía haber dilucidado la suya. Leyó bien al hombre sin pareja, no entendió la felicidad de la chica y se equivocó con el vagabundo que había hecho del transporte su casa. Se sentó a mi lado, pero no me reconoció, lógicamente. Acaricié mi barba, blanca como el paso del tiempo, y le toqué el hombro. Se dio vuelta, sorprendido.
En ese instante, decidí no contarle que yo era su destino. Rompí con el ciclo de una vez por todas, para mantener esa ilusión de que él era el dueño de su camino. Ambos nos bajamos en la parada del no tiempo, y vimos a nuestro yo atemporal continuar su viaje, sin entender si la historia comenzaba a reescribirse o dejaba de hacerlo.
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