Lectura de rutinas y eternidades

Lo saludo de nuevo, mi querido lector recurrente. Celebro que vuelva a dialogar conmigo, aunque, en el fondo, tampoco tiene otra opción, porque probablemente me haya presentado de improviso en su andar. Sin embargo, dudo que eso le moleste, porque, conociéndolo, sé que disfruta de las sorpresas y los cambios que agregan una pizca de entretenimiento a la rutina. Y eso es justamente lo que trataremos hoy: la enorme importancia que tiene la rutina (qué sorpresa, ¿no? Apuesto que esperaba celebrar conmigo lo distinto, y no lo cotidiano).
Comencemos. La mayoría de los comerciales apelan hoy a promocionar productos o experiencias como esos que le darán al consumidor la posibilidad de disfrutar de “algo distinto”. ¿Distinto a qué? “A lo clásico”, parece la respuesta más adecuada. Inferimos entonces que “lo clásico” es algo de lo que el hombre quiere escapar. Sin embargo, no podría estar más en desacuerdo con esta afirmación. No porque rechace el cambio, para nada, sino porque veo “lo clásico” (que también puede ser “lo cotidiano”, “lo rutinario”, “lo de siempre”) como algo absolutamente necesario.
Y usted, estimado lector, no lo sabe, pero prescindir de eso sería para usted una absoluta desgracia. Acompáñeme con su lectura para entender mi enunciación. Para explicarlo, voy a valerme de un ejemplo. Imagínese que usted decora su casa, dispone las habitaciones y ordena sus muebles de forma estética, pero también efectiva. De esta manera pasa de la cocina a la sala de estar y de allí a su habitación, que está lejos de los ruidos de la calle y protegida de los olores de la cocina. Ahora piense que sale de su casa, digamos, para trabajar (oh, una rutina de las más habituales, valga la redundancia) y, mientras viaja, piensa en que necesita vacaciones y escaparse de su casa. Bien. ¿Qué pasaría si, cuando vuelve, su cocina se convirtió en su habitación, su heladera está en el baño, su mesa es ahora un perro y sus paredes están hechas de goma? Sería, como mínimo, una catástrofe.
Lamento la excentricidad del ejemplo (impropia de mi escribir), pero me es inmensamente útil para decir lo siguiente: el ser humano depende de la rutina y la permanencia. Como somos seres en constante cambio, de emociones impredecibles y acciones imposibles, necesitamos de algo que nos mantenga firmes. Y para eso están la mesa en la sala de estar, la heladera en la cocina y el cemento en la pared: más allá de su utilidad, su mismidad y su repetición (en este caso, por quedarse en un mismo lugar) las hacen estabilizadoras de la vida humana. Aunque le aburra que su casa se vea siempre igual, le aseguro que eso es muchísimo mejor a que cambie todo el tiempo.
¿Los cambios y excepciones son dañinos, entonces? No, querido lector, para nada. Pero solo existen gracias a la presencia de rutinas y constancias. Jamás distinguiríamos una comida deliciosa si siempre la comemos, de la misma manera que no agradeceríamos un beso o un abrazo si los recibiéramos de todos los que nos rodean en todo momento. La rutina es necesaria para distinguir y apreciar el cambio. Sin ella, lo más excepcional de la vida (que por algo es, justamente, excepcional) pasaría por delante de nuestros ojos como brisa de invierno.
Piénselo: es gracias a la rutina que nos enamoramos, gracias a la constancia que tenemos momentos de completo éxtasis y gracias a la costumbre que tenemos también ocasiones de plena tristeza. La muerte, excepción por excelencia, nos demuestra que debemos agradecer la rutina de saber presentes a nuestros seres queridos. El orden natural de las cosas permite el desorden existencial inherente a los seres humanos. Las rutinas generan hábitos, y esos hábitos (que son tales porque salen de manera automática) nos permiten seguir vivos. Y eso aplica tanto al más obvio −el hábito de respirar− como al más sorprendente −el hábito de amar−.
Es curioso, ¿no lo cree? Aunque aspiramos al cambio y a la grandeza que brindan las excepciones a lo cotidiano, es justamente por lo cotidiano que nos mantenemos cuerdos y permanecemos vivos. ¿Por qué no nos quedamos allí, entonces? Porque el alma es inmortal, y la eternidad es toda la rutina que necesita. Le pido que entienda esta disociación: la mente y el cuerpo precisan de “lo clásico” para permanecer, pero, como el alma y el corazón ya permanecen, buscan aquello que distinga su eternidad de las demás.
Si puede entender eso −quizás yo ya lo logré (nunca lo sabrá)−, entonces esta lectura no fue de mis palabras sino de su propia existencia. Y así, tal vez, hará de su vida un perfecto balance entre agradecimiento (a lo habitual) y ambición (de eternidad y trascendencia). Agradezco su recurrente lectura, estimado oyente, pero a la vez debo admitir que disfruto de extrañarlo cuando nos distanciamos (asumo que entiende por qué).
Quizás usó este humilde escrito para escapar de su rutina y tomar un poco de aire, así que lo dejo con una pregunta: cuando habla de mí, ¿dice que me lee o me leyó? Si su respuesta es que me lee, entonces me enorgullezco de decir que mis intentos de eternidad se convirtieron en una de las rutinas que lo mantienen vivo.
Comentarios
Publicar un comentario