Semáforo en verde

 


Disipó el humo con el brazo y se alejó de la alcantarilla. Miró su reloj y se acercó al puesto de flores.

− Me los llevo. Sí, sí. Gracias. Hasta luego.

Tomó los jazmines y los envolvió en su sobretodo para cuidarlos de la lluvia. El olor de las flores se mezclaba con el petricor y formaban un aroma triste. Se dirigió con cuidado hacia el roble que estaba en medio del parque, procurando que sus zapatos no se mancharan de barro ni resbalaran. Se sentó en un banco junto a un hombre que fumaba su pipa mientras observaba la avenida.

Vestido con un traje negro y una boina azul oscuro, el hombre ni lo miró. Solo cuando sacó sus jazmines, giró su cabeza. El humo de la pipa se fue con el viento y se mezcló con las gotas de agua que se colaban por entre las hojas del roble. Cruzó una pierna por encima de la otra, resopló y preguntó:

− ¿Son para pedir amor o para pedir perdón?

− ¿No es lo mismo? – le contestó el joven.

− Sí, puede ser.

− Ninguna de las dos. Tengo a mi papá en el hospital de acá a una cuadra. Se las voy a dejar cuando junte fuerzas. Me cuesta verlo así.

El viejo dejó de mirarlo. Sacó un papel arrugado del bolsillo de su saco y lo extendió. Se le cayó un boleto de tren, que inmediatamente recogió. Buscó con su dedo entre miles de anotaciones ilegibles para el joven, que lo miraba de reojo. Se detuvo sobre una y emitió un gruñido.

− ¿Pasó algo? – preguntó el joven.

− Nada, nada. Es una lista de cosas por hacer. ¿Por qué le cuesta ver a su papá? La enfermedad es parte de la vida, ¿sabe? La muerte también. Es casi un sinsentido tenerle miedo a morir. Quién sabe, quizás hasta es algo agradable.

− ¿Y quién habló de muerte? No es una posibilidad que esté considerando en este momento. Además, no existe miedo a la muerte. A lo sumo es el miedo a no haber vivido. Disculpe que se lo diga de esta manera, pero usted es mucho mayor que yo. ¿No siente que perdió el tiempo? ¿No considera que podría haber hecho de su vida algo mejor? – reflexionó el joven, preocupado, mientras apoyaba sus antebrazos en sus muslos y escuchaba el crepitar de las ruedas sobre el asfalto mojado.

− ¿Perder el tiempo? No, jamás. Siempre hay tiempo. Ese es uno de los mayores engaños de la humanidad. Jamás perdemos el tiempo, porque siempre lo tenemos a nuestra disposición. Yo tengo todo el tiempo del mundo. Si siente que está perdiendo el tiempo, ¿por qué está acá?

− Porque no quiero enfrentar a la muerte a la cara. Sé que a mi papá no le queda mucho. Ya se salvó de morir una vez, lo resucitaron de suerte. Y sé que mis flores no cambiarán nada, que mi presencia no va a ser notada y que el único que terminará sufriendo seré yo, que me voy a quedar sin preguntar un montón de cosas. Ahí perdí el tiempo, ¿ve? Hay tantas cosas que jamás hablé con mi padre. Y ahora espero compensar con unas flores, fíjese qué tragedia.

− Déjese de quejar, que me deprime. Venga, levántese. Lo acompaño.

− ¿No tiene un tren al que llegar?

− Sí, sí. Pero tengo tiempo. Lo acompaño.

El viejo se aferró del brazo del joven, y comenzaron a caminar hacia el imponente hospital, cuyo blanco se imponía entre el gris de la ciudad. Pese al paso lento del hombre de la pipa, era él el que marcaba el camino. El semáforo de la avenida estaba en verde cuando llegaron a la esquina. Pero el viejo no se detuvo. El joven lo intentó, pero la fuerza de su acompañante hizo que ambos cruzaran la avenida, cargada de autos que iban a toda velocidad.

− ¡Pare! ¡Pare! ¡¿Está loco?! ¡Deténgase! – gritó el joven. Cerró los ojos, pero, al abrirlos, se encontró en la puerta del hospital. El viejo se sacó la pipa de la boca, lanzó una carcajada y le dijo:

− Venga, vamos, muéstreme dónde está su padre.

Subieron a la habitación 47. El joven entró primero. Su padre dormía. Dejó los jazmines en la mesa que secundaba a la cama. Se sentó junto a su papá y se echó a llorar. El viejo puso una mano en su hombro y lo miró con una ligera curvatura en sus labios. Sin embargo, al desviar la mirada, su cara cambió por completo.

− ¿Está bien?

− No… No… No debería haber venido acá. Discúlpeme, en serio, discúlpeme. Lo siento mucho, le juro que no era mi intención – titubeó el viejo con una mueca de terror.

− ¿De qué habla?

− Usted no lo entiende. Verá, yo lo conozco a su padre. Pero no tenía que venir hoy, no, no, no – replicó el viejo, mientras leía con manos temblorosas su papel arrugado. – Su boleto era para mañana. ¡Para mañana! ¡¿Cómo puede ser que tenga su apellido?!

El joven le arrebató el papel de las manos, pero no distinguía ninguna palabra. En ese momento, su padre se levantó y miró alrededor. Apenas notó la cara del viejo, comenzó a gritar horrorizado. “¡NO! ¡EL TRATO! ¡NO! ¡TENÍAMOS UN TRATO!”, repetía una y otra vez.

− ¡¿Qué está pasando?! ¡¿De qué hablan?!

− Discúlpeme, joven. Yo solo quería regalarle un poco más de tiempo. Pero ahora me temo que tendré que quitárselo. Verá, no me permito tener esta clase de errores. Señor Schultz, joven, lo lamento mucho. Un trato es un trato. Y usted, estimado, lo sabe muy bien.

− No… Por favor, no. ¿No puedo anularlo? ¡Por favor! – suplicó el padre, y abrazó a su hijo.

− Imposible. Ya es muy tarde para arreglarlo. Considere esto un intercambio. Al final, quizás sí debería temer, joven. No a mí, sino a sus semejantes. Son ellos quienes negocian por el tiempo.

El joven se giró hacia el viejo, erguido, vestido de saco y fumando su pipa. Lo miró directo a los ojos, y en ellos no encontró nada. Con su mano huesuda, lo saludó. Su padre gritó en vano. El viejo le echó el humo del tabaco en la cara.

Disipó el humo con el brazo y se alejó de la alcantarilla. Miró su reloj. Ignoró el puesto de flores, y se echó a correr hacia el hospital. Llegó a la avenida y cruzó. Entre el apuro y la lluvia, no prestó atención al semáforo, que estaba en verde.

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