La fortuna maldita

− Liquidemos esto rápido, que no te quiero hacer perder el tiempo – dijo, mientras se sentaba sin sacarse el abrigo y observaba las decoraciones del patio.
− Qué manera original de arrancar una cita. No serás de esos fanáticos de la soltería, ¿no?
− No, no. No me gusta estar solo. La soledad me pesa, pero la compañía también.
− Borges – adivinó ella.
La miró a los ojos por primera vez, sorprendido. Sus labios se curvaron ligeramente, ensayando una sonrisa que quedó en intención.
− Perdón. Empecemos de nuevo. ¿Cómo estás? ¡Mozo! Dos cafés, por favor – se interrumpió.
El camarero se dirigió a la cocina, pero se tropezó con un cliente y cayó de cara al piso. Ambos miraron preocupados, aunque no lo ayudaron porque ya mucha gente rodeaba al pobre chico con la nariz rota.
− ¿Ves? Por eso mismo no quiero hacerte perder el tiempo. Yo nací con una maldición. No quiero que nadie más se vea alcanzado por ella – confesó, ante la mirada de intriga de su acompañante. – Mi maldición es que le doy mala suerte a la gente cercana a mí. Entonces hablar con alguien significa perjudicarlo.
Ella se rio, como si lo que él le contaba fuera un muy mal intento de generar conversación o intrigarla.
− No sé cuándo, ni por qué empezó. ¿Cómo te explico? Si me cruzás en la calle, probablemente pises caca de perro a las dos cuadras, o una baldosa quizás te traiciona y te moja cuando la pisás. Con eso puedo vivir. De hecho, ya lo hago hace mucho. Al mozo se le vuelcan las bebidas, al taxista le rayan el auto y al banquero se le mojan los papeles.
− Pero eso no es todo.
− No, ni cerca. Ojo, a mí me va bien. Fui siempre un alumno impecable y un amigo ejemplar. La gente me quiere y me busca. Conseguí trabajo rápido, y así como llegué, ascendí. El problema es que siempre reemplazaba a gente que debía irse por alguna tragedia. Mis amigos festejaban mis triunfos al tiempo que sufrían sus derrotas: pérdida de dinero, robos, enfermedades… En fin, una serie de eventos desafortunados.
− Y es imposible ser feliz si alrededor tuyo nadie lo es.
− Exactamente. Hasta me fue cuestionada mi falta de felicidad como si mis éxitos individuales fueran el único sustento de mi bienestar. Ya no podía ni festejar, era casi refregar en la cara que me pasaban cosas buenas frente a la desidia de los demás.
− Entonces te callaste y te aislaste.
− Sí, eso mismo. Intenté alejarme lo máximo posible de los que más quiero, así su suerte cambiaba. No quise decir nada, porque nadie me iba a creer. Algunos determinaron que mi distanciamiento era producto de egolatría y decidieron dejar de verme. Es difícil vivir con eso.
− Me imagino. De todas formas, es más difícil no poder conocer a nadie más sin hacerle daño.
− Por eso no quiero hacerte perder el tiempo. Si seguimos saliendo o establecemos algún tipo de relación estable, eventualmente vas a empezar a notar las consecuencias de ese veneno que llevo adentro. Hoy es un billete que te olvidás, mañana un golpe en la rodilla y, quién sabe cuándo, una catástrofe de la que jamás te vas a poder recuperar. Prefiero ahorrarte eso. Y si no me creés con todo esto que te cuento, al menos vas a pensar que estoy loco, y no vas a querer salir conmigo por esa razón. De una manera u otra, ya me volví un especialista en rechazos.
Ella no dejaba de mirarlo a los ojos. Solo desvió la mirada para observar el libro que yacía a la derecha de su interlocutor. Un viento fuerte comenzó a soplar en el lugar y se llevó consigo el señalador que marcaba, apenas, el comienzo de alguna historia. Él lo vio irse, extrañado. Eso era mala suerte, pero para él. ¿Cómo era posible?
− ¿Leíste “Ulrica”?
− Claro que sí. “Me dijo que le gustaba salir a caminar sola…” – comenzó a recitar, pero ella lo interrumpió.
− “Recordé una broma de Schopenhauer y contesté: ‘A mí también. Podemos salir los dos’” –.
La ambulancia en busca del mozo accidentado no pudo frenar y chocó con un auto estacionado, que se incendió inmediatamente. Una lluvia torrencial comenzó a invadir el cielo, y todos los clientes corrieron despavoridos en busca de protegerse. El libro se mojó y el café se enfrió, pero nada impidió que ellos dejaran de mirarse. Por primera vez en mucho tiempo, sintieron que la suerte no era de ellos, sino de quien tenían enfrente.
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