Gracias a la ausencia
La cosa es así: yo me fui a la playa con mis amigos y ella con los suyos. Fede se llevaba bien con Melina, que era amiga de Renata. Dos más dos es cuatro y nuestro grupo se juntó con el suyo. La primera vez ya la miré distinto, y le dije a Cachito que me parecía linda. Él, básico como siempre, sugirió que le tirara un chamuyo barato con tal de que pensara que yo era mejor de lo que era y viniera conmigo. “¿O sea que yo no soy tan bueno?”, le pregunté, pero él ya estaba hablándole a Anita y no me dio bola.
¿No les pasa que a veces no entienden sus propios criterios? No me considero exquisito pero sí exigente, y Renata no se ajustaba a mis demandas, y aún así me interesaba. Era ligeramente alta y tenía los dientes un poco grandes. Claro que mi peso estaba por encima del requerido y mi corte de pelo no me favorecía. Su frente era amplia y pedía un flequillo que no existía. Obviamente, mi torso rogaba por una camisa un poco menos ajustada y mi cara por que me sacara el bigote horrible que tenía.
“Si te gusta aún con sus imperfecciones, entonces ahí hay algo más”, me convenció Tomás, el romántico empedernido cuya relación más estable era con su almohada. Aun así, le di para adelante. Hablar con Renata fue nuestra sentencia: ella era la apasionada por las letras y yo el experto en números, ella la extrovertida por excelencia y yo el maestro de la intimidad, ella fanática del romance y yo el más tierno sin siquiera intentarlo. En resumen: perfectos el uno para el otro.
“Es por ahí”, balbuceó Carolina, con su mente nublada por el alcohol. Pero en este caso no se equivocaba: todos, absolutamente todos, coincidieron en que lo nuestro no era casualidad. Y medio que nosotros también lo pensábamos. Entonces, forzados por los demás y casi obligados por nuestra larga sequía amorosa, la segunda semana del verano nos la pasamos juntos. Y las coincidencias no dejaban de llegar.
Notan que lo cuento con cierto desdén, ¿no? No se equivocan. Yo hacía los chistes y ella se reía. Ella me contaba datos históricos y yo los escuchaba con sorpresa. Yo le cocinaba alguno de mis platos exquisitos y ella los saboreaba con placer. Ella me hablaba del amor y yo le discutía lo simple que me parecía una cuestión que para Renata era insondable. Hasta mi enorme panza (a esa altura ya exageraba los defectos) formaba la curvatura perfecta para que su enorme frente se acostara sobre ella. Pero no alcanzaba.
Qué traicionera la idea de enamorarse. Era muy extraño: los dos sabíamos que éramos perfectos para el otro, y cada cosa que sucedía no hacía más que confirmarlo. De afuera pensaban “cómo no se me ocurrió antes” y competían por ver quién era el artífice de esa supuesta relación inmejorable. Relación que jamás sucedió, pero que en ese momento ya se interpretaba como tal por todo lo que prometía. Y ojo, no era forzado. Todo fluía muy naturalmente, y tanto Renata como yo estábamos muy a gusto en nuestras salidas y la felicidad de ambos iba, ligeramente, en aumento.
Sin embargo, eso nunca es suficiente. Nos pensábamos mejor que antes, aunque en el antes no estábamos mal. Nos creíamos afortunados de estar juntos, pero no considerábamos que tuvimos suerte al encontrarnos. Nos deseábamos tanto que no nos queríamos lo suficiente.
El último día fui a su casa para despedirme. La ayudé a cargar los bolsos y a limpiar su cuarto, y todo lo hicimos en completo silencio. Y no sé si en verdad pasó, pero puedo jurar que se le escapó una lágrima. Yo también estaba triste. Los dos estábamos mal, aquejados por la nostalgia propia de algo que se acaba, aunque en este caso era incomprensible, ya que sufríamos por algo inexistente. Jamás voy a olvidar cuando todo se terminó. Nos abrazamos y ella me dio las palmadas que uno le da a un amigo. La besé en la mejilla y le dije:
− La pasé muy bien este verano, Renata. Buen viaje.
− Yo también. Gracias.
− Entonces… Nos vemos.
− No nos vamos a ver, Sergio.
La verdad es que agradezco todos los días esa sinceridad. Efectivamente, jamás nos vimos de nuevo. Sé que ahora está de novia con alguien que probablemente sea lo contrario a mí. Yo sigo solo, pero ya no busco nada en especial. No exijo altura ni peinado, no me importan los gustos similares ni amigos en común, no me preocupo por los planes a futuro o los vaivenes del pasado. El verano en el que no pasó nada solo me dejó un punto de comparación: sé que estaré en lo correcto cuando sienta lo que nunca sentí con Renata. Y estoy seguro de algo: encontraré el amor gracias al recuerdo del romance que nunca tuve con alguien que jamás me enamoró.
Comentarios
Publicar un comentario