Intrascendencia



Yo creo que con vos fue distinto. Y es una pena, porque creo que para vos fue lo mismo. Y cuando digo “lo mismo”, me refiero a lo mismo de siempre, de todas las noches y con cualquier persona, no porque alguna vez vos y yo hayamos tenido algo que nos permita disfrutar (o al menos denominar) a la constancia.

Vos no me conocés, y probablemente nunca lo hagas. Yo te aseguro que no soy así. Claro que vos no lo sabés: la única noción que tenés de mí es aquella que juro no ser. Es, en cierto punto, contradictorio: me acerqué siendo algo que no soy, con la esperanza de que vos detectes, en ese extraño acto de pretensión, que efectivamente estoy ejecutando un papel que no me creo.

Perdón, me fui de tema: no soy así. Ya sé que no hicimos más que hablar un rato, nada del otro mundo, y solo mezclamos chistes con preguntas y alguna que otra observación sobre lo que nos rodeaba. Lo que quiero decir es que esa forma de hablar que tuve no debería hablarte de mí, las anécdotas que te conté no fueron las que me moldearon y las preguntas que te hice no son mis interrogantes clásicos. Me armé un personaje que no soy, pero que creo mejor que yo.

¿Cómo puedo explicarte que merezco una oportunidad? A ver: me acerqué, sí, como todos lo hacen. Ahí no radica la diferencia, y creo que jamás lo hará (toda relación humana necesitó de un primer acercamiento, ¿no?). Lo distintivo es que me quedé. Y no porque me respondiste un par de preguntas y te reíste de algunos de mis chistes. Puedo jurar que hubo algo distinto. Yo no suelo acercarme, pero, cuando lo hago, me decepciono, porque voy con una expectativa o una idea que rápidamente se desmorona para mostrar una persona que no es la que busco. Y este no fue el caso.

¿Sabés qué es lo más triste? Que olvidé pedirte tu nombre, tu número o algo que te identificara. Y ahora vas a quedar idealizada en un pedestal en el que probablemente no quieras estar (y en el que yo no te pondría, si tuviera la posibilidad de elección). No sé quién sos, ni con quiénes elegís estar. No sé en qué trabajás, no sé en dónde pasás tus días de angustia ni dónde te gusta ver la puesta de sol.

Sí sé, por ejemplo, que a ambos nos gusta Oasis y que, si pudiéramos, viajaríamos juntos a los años 80 para bailar como creemos que lo hacían en ese momento. Sé que querés mucho a tus amigas, pero que a veces se te acaba esa famosa batería social de la que hablan y que llega un momento donde tu cama se vuelve tu mejor confidente. Sé que mirás cada flor como si fuera un milagro que nadie sabe apreciar. Y sé que pensás que nuestras coincidencias las invento para lograr algo más con vos, pero juro que los tulipanes también son mis favoritos.

En cambio, yo no soy ni siquiera suficiente para ser anécdota. Soy otro de esos que te gritan al oído o se ríen de ese chiste que sabés que es malísimo. Soy otra confirmación de que todos somos iguales. Soy otro factor, desordenado (la matemática igualmente dice que eso no importa), que se suma al mismo resultado: la amistad entre el hombre y la mujer es prácticamente imposible. Y claro, imaginarás que me duele tener que darte la razón: jamás podría ser tu amigo.

A medida que hago este ejercicio patético de victimización, me doy cuenta de que mi tendencia a la exageración puede ser peligrosa. Principalmente por dos razones: extraño una conversación insostenible en el tiempo y hablo de vos como si fueras el amor de mi vida. ¿Cómo sé quién es el amor de mi vida? La humedad y el calor que hay mientras llego a casa son indignos de mis momentos de tristeza pasajera.

Yo ya no sé si le rezo a Dios, a vos o a alguien más para que vuelvas. Que vuelvas vos, o que vuelva cualquiera de las anteriores. Se me están acabando los pedestales. Que vuelva alguien que nunca vino, a esta altura me conformo con eso también. Quizás toda esta reflexión inútil sirvió para escaparle a la pregunta inexorable que me ataca justo antes de irme a dormir. ¿Por qué temo que me olvides, si jamás te propusiste recordarme?

Comentarios

Entradas populares