Acercamientos al concepto de felicidad
¿Cómo se encuentra, estimado lector? ¿Está usted feliz? Sé que es inusual de mi parte hacer esta segunda pregunta, pero en este caso su respuesta −pese a que yo jamás pueda escucharla− es relevante para nuestra conversación, porque en esta humilde reflexión trataremos la felicidad. Le pido por favor que me acompañe con su lectura.
Es muy común, hasta casi reglamentario, hablar de la felicidad como uno de los sentidos últimos de la vida del hombre, sino el último y más importante. Sin embargo, todavía falta una definición concreta que nos acerque a eso que todos parecemos estar buscando. No quiero irme hacia las grandes respuestas de filósofos y científicos, sino quedarme en el llano de nuestra cotidianidad. ¿Qué es, para usted, la felicidad? Lo dejo pensar unos minutos su respuesta.
Muy bien, continuemos. A lo largo de mi vida (¿sabe usted qué tan larga fue?), he escuchado muchas y variadas respuestas sobre el concepto de felicidad. Las más repetidas fueron las siguientes: la felicidad es la plenitud, entendida como la armonía total entre cuerpo y alma; la felicidad es un estado de ánimo, por lo que se define en momentos y no en constancia; y la felicidad es la realización, comprendida como alcanzar las metas propuestas por uno mismo.
Ser feliz, entonces, no es tarea fácil. Le pido por favor no caer en la simplicidad del relativismo y considerar que cada uno define a la felicidad como quiere, porque entonces caeríamos en que no hay un sentido último y en que la vida es una incomprensible cadena de decisiones aleatorias en base a un concepto inventado por cada individuo. También le pido no elaborar definiciones en base a opuestos, como decir que la felicidad es ausencia de sufrimiento –en ese caso, me parecería interesante y gracioso ver cómo define al sufrimiento−.
Hechas estas salvedades, volvamos poco a poco a nuestro intento de definición (creo que a esta altura ya es más suyo que mío). Si la felicidad se trata de momentos, entonces la vida sería muy limitada: deberíamos buscar o esperar nuevos motivos de felicidad constantemente para alcanzar algo que sabemos que eventualmente se irá. Si es, en cambio, lograr objetivos, entonces también deberíamos renovarla cada vez que alcanzamos una meta, por lo que estaríamos nuevamente obligados a tener nuevos propósitos constantemente, y la posibilidad latente de no alcanzarlos significaría no llegar nunca a la felicidad.
En ambos casos, existe cierta obligación y no hay ninguna garantía de algo duradero, sino de un estado eventual al que tenemos que volver una y otra vez. Si hablamos de momentos, creo que sería más correcto definirlo como alegría. Existe también la felicidad entendida como plenitud: la perfecta conjunción entre cuerpo y alma. Sin embargo, ¿qué significa sentirse pleno? En este sentido, me gusta volver a una pregunta que ya me he hecho en reiteradas ocasiones: si alguna vez alguien se sintió pleno, ¿cómo sabe que no hay un nivel mayor de plenitud?
Como ve, la felicidad es muy difícil de definirse, a tal punto que a lo largo de la historia miles de personas se lo plantearon sin llegar a una respuesta definitiva. ¿Podría ser, entonces, que no tenga respuesta? Sería muy extraño: se inventó una palabra para definir un sentimiento, estado u objetivo que, en realidad, no puede definirse. Sin embargo, aunque insólito, considero que eso es perfectamente posible. Fíjese que, con el amor, pasa lo mismo: es indefinible.
¿A qué voy con todo esto, estimado lector? A que lo más esencial es imposible de poner en palabras. Aunque el lenguaje nos sirve para comprender lo nuestro y a nosotros, hay cosas que le escapan. El amor, la felicidad, la plenitud: sabemos que están ahí, o que están más adelante, pero no podemos explicarlo porque, en el fondo, tampoco sabemos bien qué son. Le ponemos una palabra a eso que está, pero es incomprensible. Nuestras búsquedas más profundas son los sinsentidos. O, más bien, encontrar el sentido de los sinsentidos.
¿Esto significa que, si lo encontramos, la vida pierde su razón de ser? Para nada. Por un simple hecho: jamás lo encontraremos. Podemos elaborar un plan perfecto de nuestra historia, elegir de antemano todo lo que haremos y actuar en consecuencia, pero eso que nos dará la paz interior que algún día se perdió será siempre irracional. No nos quedemos, sin embargo, con lo incomprensible −tenemos una vida entera para lidiar con eso−.
Sabemos que la felicidad es adquirida: uno no nace feliz. Sabemos que la sentimos alguna vez, porque de ella hablamos. Sabemos, o creemos, que la volveremos a sentir. Sabemos que se puede ser feliz en momentos, sin ser feliz completamente. Sabemos que forma parte de todo lo que hacemos: hacia ella apuntamos. Somos parte de un sentido colectivo donde la felicidad se rige por una promesa inexistente a la que todos nos debemos. Entonces, querido lector, podemos llegar a la siguiente conclusión: si fuimos felices y volveremos a serlo, entonces ya alcanzamos la felicidad. Y no es que volveremos a veces, sino que cada vez que la sintamos significará que la felicidad, nuestra felicidad, será, al menos, un poco más grande.
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