Ritmo y mixtura (el sonido de tu música)
Creo que vos empezaste siendo cumbia. Desordenada, divertida, atractiva, sensual. Te conocí una noche, imaginarás que el maridaje es lógico. Para mí, la cumbia o el reggaetón son parte de la noche, y vos, al principio, eras eso. Una buena canción para escuchar un sábado a la noche, pero no para disfrutarla durante el día.
El rap fue tu siguiente etapa. Debo ser franco, y quizás un poco brusco: no parabas de hablar. Todo era de tu interés, todo llamaba tu atención y todo era tema de conversación. Eras uno de esos raps con rimas inteligentes y letras que iban más allá de ellas mismas. Tal vez por eso te seguí escuchando: ya no eras una moda ni un intento por oponerse al sistema. Decías algo. Me decías algo.
Después pasaste a ser pop. Te convertiste en esa música que es difícil que no guste, con un ritmo pegadizo y una letra que me invitaba a divertirme. Así que fui más allá de la noche, la casualidad o lo circunstancial. Intencionalmente te sintonizaba, yendo al trabajo o volviendo a casa. Hasta llegué a escucharte en alguna de esas caminatas para inspirar creación, aunque me dé un poco de vergüenza decir que el pop hizo que yo escribiera. Que te escribiera.
Del pop saltaste al indie. Ya no eras tan típica. De repente tenías ese aroma a joya oculta que se sabe disfrutar solo si permanece en las sombras. Ya sonabas más parecida a ese amor perdido, me hacías acordar un poco a la melancolía, pero también a la independencia propia de la libertad. No querías ser todos, pero tenías miedo de no ser nadie.
Esa disyuntiva te llevó poco a poco al rock. Tan amplia, tan particular. Tan nostálgica, tan del presente. Tan revulsiva, tan calma. Todavía no defino si eras ese ritmo ochentoso que me hacía querer bailar o esa voz desgarrada que solo me llamaba a hablarte del amor en todas sus formas. Es una criatura extraña, el rock. Tiene tanto mundo adentro, pero sigue siendo el resguardo de los sabios y el refugio de la contracorriente. La contradicción siempre me llama a ir. Pero pocas veces me invita a quedarme.
¿Y si eras un blues disfrazado? A decir verdad, cumplías con los requisitos: el contexto era opresión, pero tus palabras eran desahogo. Tu mundo de emociones solo podía expresarse con música, una música que podías hacer con instrumentos limitados. Poco a poco me capturabas: primero con guitarra, después con una armónica y llegabas a animarte al piano. Hasta tu impaciencia era un leve tamborileo. Del movimiento y los ruidos te transformaste en calma, suavidad y dulzura.
Por eso creo que, en realidad, eras jazz. Eras improvisación disimulada. No había un orden para tu vida, ni para mi llegada a ella. Todo era sobre la marcha, pero fluía tan bien. Un día eran trompetas y contrabajo y otros eran simplemente un piano solucionando un día lluvioso. Hubo oportunidades en las que juraría que escuché un violín. Verte era siempre una sensación de estar frente a los mejores momentos. ¿Del pasado, del presente o del futuro? No me importaba.
Así que llegué a la conclusión de que eras clásica. Eras música clásica. Tu complejidad de composición era tan perfecta como la simplicidad de tu sonido. Eras una pieza perfectamente calculada que hacía del desorden un vehículo y no un problema. Llorar, temer, gritar, disfrutar, sonreír… Todos los verbos y los sentimientos se convertían en sinónimos cuando vos estabas presente. Conocer todos tus rincones no era motivo para presumir, sino la razón máxima para ser agradecido.
Mi vida siempre fue la música. Desde el principio. Ahora sé que también lo será en el final. Con vos al lado, cada momento es una canción. El sonido de tu música, en realidad, no es solo tuyo. Tu música es también la que define mi vida.
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