La anciana, el puma y la fama

Cuando tenía 12 años, fui famoso por unos días. Siempre le agrego condimentos a la historia. No sé si gracias a eso me hice escritor. La realidad es que fue todo muy fortuito. En mi pueblo me recuerdan como “el domador”. Pero llegó la hora de contar la verdad. Esa noche de enero yo no hice nada.
Es mi primer día de vacaciones. Voy a Sierra de la Ventana. Voy solo, de caprichoso le dije a mamá que era lo suficientemente grande como para viajar por mi cuenta. 22:20, dice el boleto. El micro llega 22:45. No es sorpresa. Hago una interminable fila, le doy una propina excesiva al que acomodaba las valijas porque no sé tratar con él y subo a mi asiento. Inmediatamente me arrepiento.
Estoy al frente de todo y es de noche. Las luces de la autopista me van a pegar de lleno. Primeros cinco minutos y el micro tironea. Pasan quince y se detiene. Se apaga todo. Se prende, y sigue de nuevo. Una hora después, frena en medio de una autopista desconocida y apaga los motores. “¡Si quieren salgan que hace calor!”, grita el chofer, que muy confiadamente ya se había desabrochado la camisa y está fumando un cigarrillo al lado del cartel que pide no fumar.
Preguntamos qué pasa y dice que el micro se quedó sin presión de aceite. Que hay que esperar a un mecánico, o a otro colectivo. A los diez minutos ya empiezan a volar los insultos, las quejas y los reproches. Una amable anciana me empieza a acariciar la cabeza y me cuenta que por la zona hay pumas, como si nada. Pobre, seguro no tiene nietos. Le tiembla la mano, mucho. Me da pena, pero también un poco de miedo. Subo para intentar dormir un rato. Apenas cierro los ojos, empieza a sonar un pitido ensordecedor.
Irónicamente, un cartel alerta por “exceso de velocidad” con el ruido. Luego de un rato, un pelado cualquiera grita: “¡No anda nada, pero esta porquería sí!”, e inmediatamente salta con una impresionante grulla y de una patada vuela el pobre cartelito disfuncional. Un bebé llora, y la anciana otra vez vino a acariciarme y a contarme sobre la anatomía de los pumas. “En una hora esto se pudre”, dice el hombre, enojado. No, por favor que no se pudra.
Prenden el micro. Se apaga. Lo vuelven a prender. Se apaga. Hace cada vez más calor. Es la 1 de la mañana. Seguimos sin saber nada. El chófer sube y pregunta si alguien va a Olavarría. Tres personas, con cara de alivio, levantan la mano. Se van a otro coche que pasa por ahí. Qué ganas de ir a Olavarría. 1:30 de la mañana, y sube el chofer. Dice que nos vamos a otro micro, que está a 5 kilómetros.
Miro y a lo lejos lo veo. Lo que no veo es el espejo retrovisor, y me lo doy de lleno en la cabeza. Ni me fijo si lo rompí o no. Quiero llegar al colectivo. Nos dicen que el equipaje lo van a pasar ellos. Ultimo voto de confianza que les doy. Empiezo a caminar. Al fin, nos vamos.
Estoy a mitad de camino, al fondo de la caravana. Caminaba lento, con la viejita que me agarraba la mano como si no hubiera un mañana. Estamos iluminados únicamente por las estrellas. No hay viento, y se profundiza el silencio.
“Esperen que el lomito no me cayó bien”, dice el chofer, que lideraba la caravana, mientras se iba hacia un árbol con los pantalones ya por las rodillas. Todos paramos. Nadie dice nada. ¿Es normal esto? No tengo tiempo para contestarme. “¡UN PUMA!”, grita el pelado en un tono demasiado agudo, inversamente proporcional a su impresionante patada. Todos salen corriendo dispersos para un bosque. Yo los sigo. Veo al chofer, que intentando correr desnudo se cae en un charco y se hace el muerto. Todos se esconden en el bosque. El pelado llora y se trepa a un árbol. ¿La viejita dónde está?
Salgo corriendo de nuevo, a buscarla. Paso por un claro. Me encuentro al puma. Quedo paralizado. Le sale humo por la nariz. A mí me sale otra cosa por otro lado. Está gruñendo. No me quiere. “Sh, no te muevas”. La viejita aparece caminando, como si nada. “Yo te dije, viste. Vos no me creías”, dice con una sonrisa socarrona. Señora, aléjese, le pido por favor. Sigue caminando. ¿Está loca? Me alcanza un tronco, que apenas puedo sostener. “Cuando diga ya, gritás, ¿okey?”. Esta señora me quería matar, seguro. Por eso me acariciaba. Ay, mamá, por qué te dije que quería viajar solo. Dios te prometo que si me sacás de esta no me peleo con nadie. Voy a ser bueno, te lo juro.
Cierro los ojos, escucho el “ya” y grito lo más fuerte que puedo. Abro los ojos y estoy solo. Ni el puma ni la viejita. Aparece el chofer, todo mojado, y me dice: “Pibe, nos salvaste”. “Sí…sí”, le digo temblando. Volvimos y nos subimos al micro nuevo, partiendo hacia lo que sería mi fama por unos días.
No encontré a la viejita. No vino con nosotros. No sé qué pasó. Yo creo que ahora estará perdida en La Pampa, acariciando pumas y contándoles que afuera hay hombres que les tienen miedo, mientras espera, pacientemente, que un micro la pase a buscar.
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