Walter



No sé ni para qué escribo esto porque nadie lo va a leer. Y aún si lo leyeran, no me creerían. Fue gracias al perro. En serio. Creo que se llamaba Walter. Y mirá que siempre me cayeron mal los perros. No tenía nada contra ellos, simplemente me parecían demasiado trabajo por un par de lamidas y ladridos reconfortantes. Pero Walter… Con él sí que tuve que tragarme mis palabras.

Era el perro de mi hermano. Era bastante gordo y torpe, babeaba todo y se chocaba con las paredes cuando le tirabas la única pelota que no rompía porque se aburría al minuto de ponerla entre sus dientes. Ya partimos del hecho de que se llamaba Walter. ¿Para qué ponerle el nombre del tío a un perro? Está bien, Walter hombre era un sátrapa, pero Walter perro no iba a ser capaz de limpiar su imagen. Mi hermano me cargaba por mi discurso antiperruno, pero yo me reía en su cara cuando tenía que levantar la caca de Walter. “Igual que el tío, siempre dejándole el quilombo a los demás”, le decía.

La cuestión es que Walter era un idiota. Rompía todo, ensuciaba y hacía ruido. En una palabra, infumable. Pero lo peor es que era vivo, porque te miraba de abajo para arriba con ojitos llorosos y todos largaban el “aaaw” que le perdonaba hasta el peor de los crímenes. Un día mi hermano me pidió por favor que lo cuidara por seis meses. Ni que me quedara otra. Acepté mientras insultaba al imbécil que se le ocurrió domesticar a los perros, acción que repetía cada vez que lo sacaba a pasear.

− ¡Aaay, me muero! Mirá cómo camina, es un amor.

− ¿Walter? Es un tarado.

− Vos sos el tarado, flaco. ¿Para qué te comprás un perro si lo vas a tratar así?

Ni que Walter me entendiera. Tuve que cambiar el discurso porque me di cuenta de que así ganaba números de teléfono, citas y hasta parejas. El idiota de Walter hacía una idiotez, yo lo festejaba idiotamente y los demás nos miraban idiotizados. Nos empezamos a entender con Walter. Cada uno tenía su función y su ganancia: él, paseos y comida, yo, un éxito inusitado.

− ¿Vos pretendés que yo me crea eso?

Tenía el pelo corto y las piernas largas. Usaba una pollera que le rozaba la rodilla y un pintalabios rojo demasiado fuerte como para un domingo a la mañana.

− ¿Qué cosa?

− El típico truco del tierno. Vos con el perrito, yo y mi sonrisa socarrona. Te digo que el perro es lindo, vos me decís que yo también y yo me sonrojo. Me contás alguna anécdota del animalito, yo la festejo y te pido que me cuentes más, pero vos no lo hacés hasta que me tenés en un bar con un gigantesco vaso de cerveza y un poco menos de dignidad.

− Me sorprende lo errada que estás – le dije mientras le tiraba la pelota a Walter. – En realidad lo detesto, pero lo tengo que cuidar porque si no mi hermano prácticamente se suicida− continué. Se rio con un dejo de incomodidad. Miró para otro lado, y advertí cómo decidió quedarse, a pesar de que el viento le indicaba otro rumbo.

− ¿Y te funciona?

− Qué se yo. Vos seguís acá. Algo tiene Walter. Sí, ya sé, el nombre es nefasto. Ya no sé si es en honor a un tío o para burlarse de él.

− ¿Por qué? – me preguntó intrigada, mientras sus ojos azules me miraban fijo y no me dejaban escaparle a su labio inferior, que se lo mordía con picardía y, creo, un poco de deseo.

− Mirá, tengo que juntarle la caca a este tipo. Si querés te cuento mañana a la noche, con vino de por medio– le contesté sabiendo que me diría que era un tarado pero que aceptaba, cosa que hizo mientras se ponía un abrigo y me aclaraba que no tomaba alcohol.

Antes de que ella se fuera, Walter volvió con una flor. Puedo jurar que me guiñó el ojo. Obviamente el truco no sirvió por lo tierno, sino por lo irónico. Al otro día llegó a casa y ni le dio bola a Walter, pero a él no le importó. Creo que entre ellos también se entendían, quizás más que conmigo. El perro se me ponía cerca, para que lo acariciara por puros nervios. No era tan idiota: se aprovechaba de mí, pero terminábamos ganando ambos.

Y así era. Walter se chocaba con la pared y ella me contaba de sus ganas de viajar por el mundo. Walter perseguía su pelota y ella me abrazaba con fuerza. Walter lloraba pidiendo mimos y ella me besaba más fuerte, para no hablar de lo mucho que extrañaba a su hermano, con quien compartió el mismo padecimiento. A veces, entre risas y nostalgia, se enojaba porque ella había tenido más fuerza.

Siempre la quise más a ella, pero Walter se robaba parte de ese amor. Sabiendo que quedaba ya poco tiempo, viajamos mucho. A veces nos permitíamos un poco de vino. Y llanto también. Walter lloraba conmigo, cuando yo lo hacía en silencio. Era vivo, el perro. No me dejaba solo ni un segundo. Hasta que llego el día. Se cumplió el plazo, y acepté que tenía que irse.

Y fue toda del perro. Seis meses lo tuve, y fueron quizás los más felices, y tristes, de mi corta vida. Fuimos a pasear un día gris, y ella le soltó la correa. Walter empezó a desaparecer. Pero antes de desvanecerse entre la niebla, se giró, resopló y la miró. Ella se rio, me limpió la lágrima que se escapaba de mi ojo izquierdo y me besó la mejilla. Y se fue con él, los dos caminando torpemente y persiguiendo ese sueño, o pelota, que ahora compartirían con el hermano de ella.

Me volteé, sin pensar en los insultos de mi hermano o lo que me saldría comprar otro perro para que no se enojara tanto. Llegué a casa, abrí una botella de vino y brindé por ella y el fin de su dolor. Y también por Walter. No espero que me crean. Pero fue el perro. En serio. Gracias a él, la muerte entre ella y yo jamás se hizo presente.

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