Flaco y pelado
− ¿Vos pensás que estoy flaco?
− ¿De qué hablás, Fabricio?
Me miré la panza, plana y con pastizales, igualita a la pampa argentina. Tenía puesta una musculosa que marcaba claramente lo flaco de mis brazos y mi falta de pectorales. Y eso que yo me la ponía y pensaba que era Vin Diesel en Rápido y Furioso.
− Eso, si estoy flaco. ¿Cómo me ves?
Ella estaba preparando la comida, y repetía el mismo movimiento con la cuchara de madera por la sartén, en donde las verduras crujían con el aceite hirviendo y algunos pedazos de pollo.
− Te veo bien, gordo.
− ¿Bien gordo?
− No, que te veo bien. Te digo gordo así, cariñosamente. Como me decís vos a mí.
− Ah, sí, sí. No sé, creo que estoy medio flaco. El otro día leí que si tenés abdominales y no hacés ejercicio es porque tenés que ir al médico.
− ¿Dónde leíste esa estupidez? ¿Alguna vez viste a alguien quejarse porque es flaco?
Aproveché las dos preguntas para obviar la primera, porque ya no sabía si yo había inventado eso o si era verdad.
− No, pero tiene que haber alguien. ¿Sabés qué pasa, gorda? El otro día en el fútbol uno del gimnasio le dijo al defensor de ellos: “a ese flaco ni lo marques, total lo soplás y se cae”. Y no me gustó, viste. Vos al rival lo molestás con que es malo o con que es pecho frío, pero con el aspecto físico no. Es como que se metan con tu vieja.
Ella pasó la comida a dos platos y se chupó el dedo gordo manchado con salsa. Tiene más brazo que yo. Y yo siempre fui más grande. Ahora parece que está mal, pero a mí todavía me pega en el orgullo que me superen físicamente. Me intimida la gente más grande que yo. Y no puedo estar en pareja con alguien más grande que yo.
Trajo los platos, miró los vasos y me miró a mí. Entendí la señal e inmediatamente fui a servir agua. Apoyé los vasos al mismo tiempo que ella levantaba el control de la tele. No me miraba.
− Vos sos más grande que yo, gorda.
− ¿Qué dijiste? – me preguntó con una mirada que inyectaría miedo hasta en Vin Diesel.
Me percaté inmediatamente de que eso sonaba extremadamente mal. Y aunque ella peleaba por la aceptación de los cuerpos y la eliminación de la gordofobia, todavía le molestaba que le digan que estaba apenas lejos de su peso ideal.
− Que sos la más hermosa del mundo entero – dije, y ella revoleó los ojos y los devolvió a la tele. – ¿Qué decís, tengo que ir al gimnasio?
− No te vendría mal. Estaría bueno.
− Ah, entonces ahora no estoy bueno. Ahora estoy mal.
− ¿A qué viene todo esto, Fabricio? ¿Qué es esta crisis de identidad un martes a la noche?
Empecé a comer más rápido, y me mandaba los bocados uno tras otro para poder buscar la respuesta adecuada para romper el silencio que cada vez era más largo y el enojo que era cada vez mayor. El de ella, no el mío.
− Hoy una compañera del laburo se me rio porque la camisa manga corta me quedaba grande. Y después quise llevar unas cuantas cajas de una y no me dio la fuerza, pero a ella sí.
− Entonces no te gusta que haya una mujer superior a vos. Es eso.
− No, no es eso. Vos y tu manía de llevar todo al machismo.
Cambió de canal y puso un programa de desafíos, uno de esos a los que van jóvenes esculpidos en gimnasios y en centros de cirugías y se pelean en la arena o escalan una montaña. “Yo no podría hacer nada eso, no me la banco”, pensé. Me levanté para buscar más comida, no porque quisiera más, pero ahora tenía una manía repentina y frenética por engordar. Mientras me iba, musité:
− Me pasan cosas con tipos también.
− ¿Vos me estás diciendo que sos homosexual?
− ¿Qué? No, Juli. Digo que también me siento inferior a algunos hombres. Porque son más fuertes nomás. Más fornidos. Eso digo.
− Me hubieras dicho que querías comer más. Preparé lo justo y necesario. Te podés hacer huevo revuelto, y de pasó engordás – ironizó, y se le escapó una de esas risas que parecen una motosierra cuando la arrancás.
Dejé escapar el comentario, pero lo adorné con un resoplido de bronca. Me fui a sentar al sillón y empecé a leer una revista cualquiera.
− Ay, gordo, no te enojes. Era un chiste. Vos me gustás por tu inteligencia, no por si sos fuerte o no. Ya vas a ver cómo te estás quejando de tu pancita en unos años.
− Pero yo no quiero pasar de ser flaco a gordo. Quiero ser como esos que eran un palito y de repente aparecen con más músculos que un personaje de animé. Quiero ponerme la musculosa y parecerme a Vin Diesel cuando se casa. Y quizás la excusa de que no tengo tiempo no va más. Me vuelve loco todo esto.
− ¿Todo esto? Te agarró inseguridad un rato, Fabricio, no jodas. Yo también me pregunto cosas todo el tiempo. ¿Debería cambiar de laburo? ¿Por qué vivo en un dos ambientes si me alcanza para más? ¿Le hablo de nuevo a mi viejo o mantengo el enojo? ¿Por qué confío en un pelado? ¿Estaré cumpliendo mi pasión? ¿Debería estar soltera, empezar el gimnasio y ser libre? ¿Cuándo iré a Mar del Plata de nuevo? Me rebotan en la cabeza, pero no me la paso quejándome, y mucho menos haciendo referencia constante a Vin Diesel.
Ella estaba jugando con su anillo mientras miraba la ventana. Eso lo hace cuando se quiere hacer la distraída. Había dicho algo que no estaba bien. Empezó a levantar los platos, los vasos y hasta el mantel, todo al mismo tiempo.
− Pará… pará.
Se dio vuelta tan rápido que casi hace un festival de vidrios rotos, pero los atajó con el mantel.
− ¿Por qué no confiás en los pelados?
Soltó un resoplido que sonó a alivio y se dio vuelta.
− Deberíamos ir al gimnasio juntos, entonces. Creo que hay una clase a la tarde.
− Vos vas a la mañana.
− Sí, pero podemos ir a la tarde juntos – contestó, refregando con fuerza la esponja.
− No, vayamos a la mañana. Tampoco te voy a cambiar todos los horarios. Además, puedo sumarme a las clases que hacés con tu profesor, ese que decís que es muy bueno. A mí me parece medio tarado, pero algo tendrá.
No era eso lo que le quería decir. Mientras pensaba la mejor forma de decirle algo que nos cambiaría para siempre, Julieta le pegó un codazo al jarrón horrible que había comprado en una feria de Palermo, lo tiró y estalló en mil pedazos.
− ¡Ay! ¡Me ponés nerviosa Fabricio! ¡¿No te das cuenta, o estás sordo?!
− ¿Cómo voy a estar gordo?
− ¡Sordo, Fabricio, sordo!
− No, sordo no estoy. Te escuché muy bien. Vos lo tiraste así en el aire, para que pasara desapercibido. Pero yo lo escuché.
− A ver. ¿Qué dije?
Caminaba por el living buscando algo, pero no me sacaba los ojos de encima. Me daba miedo, pero yo ya había entrado en el baile y ahora no me quedaba otra que bailar. Si quería ser como Vin Diesel, tenía que actuar como él. Y Vin Diesel no es cagón.
− Dijiste que no confiás en los pelados. Y yo no veo nada malo en ser pelado. Puedo ser un hombre de confianza. Te lo demostré mil veces.
Saqué de mi bolsillo un chocolate Águila entero y se lo di. Sabía que lo quería. Se lo empezó a manducar, barra por barra.
− ¿Ves? Podés confiar en mí.
Con la boca llena de una pasta chocolatosa que se mezclaba con alguna cebolla sobrante, me gritó:
− ¡No me impogta que seas pelado, Fabgicio! ¡Paguecés idiota!
Tuve que contener la risa. El chocolate Águila ya estaba por menos de la mitad, pero no me animé a pedirle una barrita.
− Entonces te molesta que hable de Vin Diesel, ¿no? En ese no confiás, y yo te entiendo, tiene cara misteriosa. Pero pasa que vos todavía no viste la tres, en esa te das cuenta de que…
− ¡Me tenés hagta! ¡Es como si te gustaga más el pegado ese que yo!
Se largó a llorar.
− Bueno, Juli, tampoco es para tanto. Estoy flaco nomás. Y me molesta porque sé que vos preferís otro tipo de hombre, ¿no?
− ¡¿De qué hablas Fabgicio?!
Empezó a respirar cada vez más fuerte.
− Es curioso, Juli, conseguí un polvito invisible que dicen que es letal. Me lo vendieron en el barrio chino, quizás es una estupidez y comí el cuento. O es real y te lo estás comiendo vos.
Intentó frenar la hiperventilación con más chocolate, pero apenas se metió la última barra en la boca escupió todo y dejó un Jackson Pollock dulce en medio del sillón. Empezó a pegarme en la cabeza e intentó tirarme del pelo que no tenía en señal de ayuda. Se estaba ahogando. Me miró con los ojos inyectados de sangre, pero yo me mantuve inmóvil.
− Ah, ahora sí querés confiar en un pelado. Ahora le confiás tu vida a un pelado.
Sacó su celular y marcó un número. No me fue muy difícil sacárselo de la mano. Era el profesor del gimnasio. En medio de su infarto, o lo que fuera que estaba teniendo, tuvo que presenciar aterrada como yo hablaba con él:
− Hola, flaco. No, flaco, nada bien. Escuchame, venite a casa ya. Es una emergencia. Nada, flaco, nada. Vos vení.
Cuando lo vi en la puerta de entrada, se puso a temblar. Tenía puesta la camiseta de fútbol que usó ese día. No se animó ni a mirarme a los ojos.
− ¿Co… Co…. Cómo estás?
− Bien, flaco, bien. Bueh, como se puede estar. Tomá, comete esta barrita que me sobró, que no quiero tirarla.
El tipo miraba al piso, como pidiendo perdón. Amagó a rechazarla.
− Comela, dale. Haceme el favor.
En el ascensor se arreglaba una y otra vez el pelo. Él sabía que en una pelea cuerpo a cuerpo me ganaba tranquilamente, pero la consciencia le estaba sacando toda la fuerza de ese cuerpo todo esculpido que presumía en sus redes sociales. Tenía cara de villano. Y Vin Diesel a los villanos se los come en un Paty. O en un chocolate Águila.
La vio desplomada sobre el suelo y se largó a llorar. Fue inmediatamente a ella y le intentó hacer respiración boca a boca, pero absorbió la pasta chocolatosa y la escupió hacia donde estaba la obra de arte recién pintada. La escena era bastante grotesca, pero yo disfrutaba mirando todo desde atrás.
− ¿Qué le hicist…?
No llegó a decir la última letra. Cayó al lado de ella y me extendió la mano en señal de ayuda.
− No, flaco, no. Quedate sentado. Ni te pares. Total, si te levantás, te soplo y te caés. Flaco.
Puse especial énfasis en esa última palabra.
Me fui del departamento con una sonrisa. Acababa de salir la nueva de Rápido y Furioso, y obviamente tenía a Vin Diesel como protagonista. Que ellos se vayan con Paul Walker, que yo me quedo con el pelado. Yo sí confío en él.
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