La cuádruple A (y la importancia del primer seguidor)

Me parece que yo fui el que destruyó a la cuádruple A. Sí, definitivamente fui yo. Y lo peor es que ni siquiera inicié ese camino de destrucción. Simplemente quería aprender meditación.
La cuádruple A es la Asociación Argentina de Ansiosos y Apurados. El nombre era muy largo y las siglas parecían un grito, así que optaron por “la cuádruple A”, un nombre que resumía bien a la asociación y, además, le daba cierta aura de misterio. Yo me uní gracias a su líder, Agustín Alves, cuyo nombre parecía hecho a medida para presidir la entidad. Sin embargo, fiel a su premisa, la cuádruple A no duró más que unos meses.
“Somos nosotros, los ansiosos y apurados, los que nos abrimos paso a empujones para llegar primeros al tren pese a no estar exigidos por el reloj. También somos nosotros los que están listos dos horas antes de cualquier evento, porque no podemos esperar a que llegue la hora”, clamaba Alves en la apertura de la cuádruple A. A su discurso lo siguió un aplauso muy corto de parte de los miembros, que ya estaban parados y recogiendo sus abrigos en caso de que llegaran tarde a su casa.
Yo allí me sentía a gusto, a decir verdad. Encontraba a los miembros de la cuádruple A más merecedores de mi confianza. Era muy cómodo saber que ellos también hacen dos, tres, cuatro cosas al mismo tiempo mientras se frustran porque ninguna sale del todo bien. Pero llegó Zulema, esa amable mujer que lo cambió todo. Tampoco es que todo era bueno: los eventos de la cuádruple A solían ser desastrosos, porque todos estaban constantemente preocupados de que los demás estuvieran bien y pensaban si algo estaba saliendo mal, por lo que disfrutarlos era imposible.
Hasta el día de hoy, siento que Zulema era una infiltrada. Llegó para asociarse a la cuádruple A, pero no tenía ni una pizca de ansiosa. Por eso todos la miraban raro. “Se manchó la remera, ¿cómo puede ser que no se vaya a limpiar?”, preguntaba Alejandro al tiempo que Analía gritaba “¡Tomá, Zulema, tomá!” y le daba una servilleta. Yo estaba palpando mi cuerpo entero pensando que había perdido el celular que tenía en la mano cuando me preguntó: “¿Alguna vez escuchaste hablar de la meditación?”.
Acá es donde digo que yo jugué un papel fundamental. El liderazgo está sobredimensionado, porque el líder, o el primero que empieza un movimiento, siempre será un raro, un ridículo. Solo será líder una vez que tenga un primer seguidor que muestre el camino a los demás. Y ese fui yo. Zulema era rara, demasiado tranquila para estar en la cuádruple A. Pero yo fui el que se animó a probar la meditación, que es casi un monstruo para cualquier ansioso que necesita chequear su celular vacío de notificaciones cada 15 segundos en caso de que llegue una cuestión de vida o muerte.
Fue liberador. La meditación te trae al presente, al ahora. Toda mi vida me centraba en el futuro. Mientras me iba a dormir, pensaba en qué hacer al levantarme. Mientras trabajaba, pensaba en qué hacer a la noche y mientras pasaba la semana solo pensaba en el sábado, porque durante el domingo ya me preocupaba por el lunes. Pero la meditación fue anulando poco a poco todo eso, y decidí que para mis compañeros de la cuádruple A sería inmensamente beneficiosa.
Mi liderazgo de primer seguidor fue clave: empecé a atraer gente hacia el mundo de Zulema, poco a poco, de modo que ya nos miraban distinto. Si antes éramos un grupo de forasteros, ahora éramos una comunidad que atraía interés dentro de la cuádruple A. Y más ansiosos me seguían e imitaban a mí, un apurado en recuperación, y no a Zulema, la líder de la meditación que jamás fue ansiosa.
Los eventos de la cuádruple A eran cada vez más distendidos, los aplausos cada vez más duraderos y las reuniones más largas. Pocos pensaban en un accidente si alguien no llegaba a horario, y aun menos se ponían nerviosos cuando la internet andaba lenta. Llegó un punto en que éramos un movimiento: quien no se unía a la meditación era el forastero. Agustín Alves era de los pocos que se adelantaba a hacer las actividades pautadas o traía una bebida de reemplazo antes de que se acabara la que estaba abierta.
Y así, en pocos meses, la cuádruple A se fue quedando sin adeptos. En los eventos sobraba comida no solo por la menor cantidad de miembros, sino porque los que estaban no comían como antes, cuando lo hacían para pasar el tiempo o para escapar de la incomodidad.
Un día, vino Alves a verme. No me miró a los ojos, claro: durante nuestra conversación miraba para todos lados, se tocaba la cara y se acomodaba el pelo, se trababa para hablar y se disculpaba por su incapacidad para comunicarse. “¡¿Qué hacemos?!”, me preguntó, desesperado.
Y así nació la Asociación de Meditadores y Ansiosos Recuperados (AMAR), con Zulema como líder y Agustín Alves como el primero en llegar a todas las reuniones. Yo dejé de ir, y me enteré de que al poco tiempo se disolvió por una inevitable ruptura entre quienes estaban demasiado en su mundo y quienes no podían esperar por sentirse tranquilos. Es, verdaderamente, una lástima.
Mientras pensaba esto en una sala de espera, noté que mi pie derecho empezó a temblar, y el golpeteo de mis dedos en la mesa es cada vez más rápido. ¿Cuándo es mi turno?
¿En qué estaba pensando? No sé, primero debo averiguar qué voy a comer la semana que viene.
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