Reflexión sobre la maldad de la pena
Bienvenido de nuevo, estimadísimo lector, a estas líneas que hacen un intento de reflexión. Espero se encuentre muy bien o, al menos, en un estado neutro. No es grave si está enojado, triste o miserable, pero sepa de antemano que hablaremos sobre estos sentimientos en esta ocasión. Le confieso: estuve pensando, y llegué a la conclusión de que guardamos un poco de maldad detrás de nuestros momentos más bajos. Más precisamente, somos ligeramente malvados cuando damos pena.
Mi argumento radica en el verbo dar. Cámbielo, si desea, por causar, ocasionar, generar… Los sinónimos son tantos como las gotas en el mar, pero todos se componen de agua salada. Cuando alguien da pena, significa que se la entrega a los demás, que poco y nada tienen que ver con el sufrimiento. Aunque el padecer sea nuestro, se lo compartimos a otra persona. ¿Por qué hemos de hacer adolecer a alguien más?
¿Será quizás un tema meramente lingüístico? Sabe usted muy bien que ponerle palabras a los sentimientos puede ser complicado y, a veces, no sale de la mejor manera. Si ese fuera nuestro punto final, este escrito no tendría sentido. Sin embargo, le dediqué horas a pensarlo y entendí que no es únicamente una cuestión de lenguaje: realmente se crea un sentimiento de pena en alguien más, o alguien más la genera en nosotros, al presenciar los malos momentos.
Lo invito a pensar conmigo, querido lector: ¿de dónde sale la pena? Considerémosla una variante de la tristeza, la miseria o la soledad que, transformada, ocasiona un sentimiento capaz de transmitirse a través de la mirada o los oídos. Cuando le damos pena a alguien más, ¿nos liberamos un poco de la propia? ¿O simplemente traspasamos la que alguien, alguna vez, nos dio? ¿Será entonces que hay una cantidad limitada de pena que se va pasando entre seres humanos miserables?
Cuando damos pena, hacemos que otro se sienta mal por nosotros, pero sin generar una ayuda o un sentimiento de resiliencia. Simplemente sufre por nuestro padecimiento. No olvide que también sentimos pena por nosotros mismos, en este caso interpretando el yo como un otro y disociando nuestro ser sufriente de nuestro ser contemplativo. Es complicado, pero siga conmigo. Ambos seres, que conviven dentro del yo, comparten a través de la pena el sentimiento de miseria que antes solo uno tenía, y ahora el yo completo se limita a sufrir. ¿El desenlace? Sentirse un fracasado.
A esta altura, le pido volvamos al principio: aún en la miseria guardamos maldad. Es, sin duda, algo malo hacer que alguien sienta algo perjudicial para su corazón por un padecer nuestro. También es malo hacer que nosotros mismos −ya sufrientes− redoblemos la apuesta con un nuevo dolor. No pretendo acusarlo de nada, preciado acompañante. Al contrario: la maldad radica en aquello que inicialmente nos hizo sufrir, y no en algo intencional.
Nuevamente, le ruego me acompañe con un paso más. La pena que generamos en nosotros y en los demás, la pena que se transmite y la pena que se transforma es, en realidad, un golpe a la consciencia. En efecto, el dar pena no es más que recordar que existe el mal o, lo que es parecido, lo mucho que falta el bien. Es la carencia sentimental, económica o de afectos −léase: ausencia de bienes− o el mal funcionamiento de las cosas −enfermedades, catástrofes, etcétera− lo que genera en otros y en uno mismo la pena.
No quiero que ni usted ni yo terminemos sufriendo por esta situación. Mi último deseo sería que usted comience −o siga− a dar pena después de nuestro diálogo. Al contrario. Pretendo que el mensaje −sabe usted que nuestras reflexiones apunten a un resultado, y no se queden en una mera descripción de la realidad− sea, en este caso, positivo. Mi (nuestra) segunda conclusión es la siguiente: la pena es solo un punto medio. Estamos acostumbrados a quedarnos allí, pero sepa que hay una instancia más que puede cambiar por completo el panorama.
Usted transformó la tristeza en pena. Pues bien, utilice ese poder transformador una vez más. Úselo para convertir esa pena en compasión. Esa sí es buena, porque parte de la empatía para impulsar al otro a querer ayudar, a aliviar el dolor o a cambiar el estado de tristeza por uno de felicidad. En vez de ser un observador del sufrimiento, involúcrese con el dolor. En vez de resignarse a ver lo malo, conecte con la humanidad del otro. En vez de dar pena a alguien más, que ese alguien −sea otro o usted mismo− se compadezca.
Lamentablemente, ni la tristeza y la pena se irán, estimado lector. Si usted cree que da o dará pena, no lo haga: guárdela. Si usted recibe la pena de alguien más, o si la adquiere de un alma en pena, póngala en el mismo lugar. Convierta todo eso en compasión. Eventualmente, verá como eso es una fuerza de cambio, esperanza y humanidad.
Si lo logra, estimado lector, lo felicito. Porque habrá logrado lo imposible: en vez de un ser sufriente y alejado, será usted un transformador de almas.
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