Escapismo (el mundo de las diez de la mañana)



Siempre encontré una gran fascinación en el mundo de las 10 de la mañana. Así le llamaba yo cuando era chico a la avenida que solo veía cuando tenía la suerte de no estar en el colegio a la mañana. Me fascinaba la idea de caminar libremente por la calle cuando todos los demás estaban ocupados en su vida laboral o académica. Claro que yo no concebía que se pudiera trabajar de tarde, mucho menos de noche. No imaginé, nunca, que esa curiosidad arruinaría mi vida.

Mi primer trabajo fue en una oficina, lo que solo reforzó mi curiosidad por el mundo de las 10 de la mañana. Fue tanta que cambié mi trabajo a un bar, donde hacía desde la media tarde hasta la noche. Entonces mi curiosidad fue hacia el mundo de las 10 de la noche, que antes no investigaba por acostarme temprano. Después de cambiar hacia un trabajo de madrugada, entendí que necesitaba de flexibilidad.

Quería flexibilidad laboral y estabilidad financiera. ¿Pretencioso? Sí, puede ser. Pero era eso o ser infeliz. Así que empecé a saltar de trabajo en trabajo hasta encontrar lo que me gustara. Mi currículum se agrandaba al mismo tiempo que lo hacía mi disfrute por el cambio, algo que decantó eventualmente en la comprensión de que lo que más me gustaba no era un trabajo que no había obtenido todavía, sino el hecho de cambiar y seguir cambiando. Sin saber lo que eso causaría, hacia allá fui.

No tardé en atraer interés. Y lo entiendo: ¿cuántas veces se encuentra alguien que no dura más de dos meses en un trabajo? Cometí un error grosero. Una noche, en un bar, le comenté a una joven periodista de mi afición al cambio. La nota explotó y yo me hice famoso de la noche a la mañana. Mi teléfono explotó con mensajes de marcas que querían patrocinarme, y ni que hablar de empresas que me ofrecían un contrato por dos o tres meses. Comenzaba, lentamente, el desastre.

La fama es un enemigo silencioso. Si uno no cuenta con una estrategia para recibirlo, lo pasa por encima. ¿Qué estrategia podía tener yo? Mi único plan era no tener uno. Empecé a aparecer en anuncios y eventos, me vestía con una marca de ropa especial y comía gratis en todos lados. Ser famoso fue el trabajo en el que más duré. A los dos años aproveché que mi momento se extinguía y me fui del país. Me escapé.

Sin embargo, el concepto de no tener plan no es tan fantástico afuera como lo es acá. Nadie me contrataba porque sabían que me iban a perder, y yo ya estaba acostumbrado a un modo de vida donde no lavaba platos ni fregaba pisos. Con el poco dinero que me quedaba, me hice de una identidad falsa, y construí una persona diametralmente distinta a mí. No fue suficiente. Así que tomé, una vez más, la peor decisión: elaboré un plan y lo cumplí.

Volví a mi país. Me hice nombre nuevamente y aproveché el envión −que esta vez, ya sabía, iba a ser muy corto− para juntar dinero. Saqué un seguro de vida, organicé mi testamento y pagué a alguien para que simulara mi muerte. Pero, ¿qué pasaba con quien sabía que yo, en realidad, no estaba muerto? No podía dejar ningún cabo suelto. Hice lo que, pensé, tenía que hacer.

Mi trabajo se convirtió en escapar de mí mismo. No podía ser quien había sido, pero tampoco quien el mundo necesitaba que fuera. Nadie me quiso marginar, sino que yo mismo lo había hecho. Me fijé tanto en el cambio que ni siquiera ahí encontré estabilidad. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué las cosas se dieron de esta manera? Lo único que siempre quise fue la libertad del mundo de las 10 de la mañana. ¿Dónde estaba?

Es gracioso pensar que la encontré donde todos los demás se sienten encerrados. Fui sentenciado a prisión perpetua por el asesinato de un falsificador y de los pocos que sabían de su existencia. Sin obligaciones, en la cárcel encontré la estabilidad que siempre busqué. Y conocí ser libre a las 10 de la mañana, a las 10 de la noche y a cualquier hora. Diez años ya llevo acá. Diez años en los que solo me quedó una espina, que apenas molesta: la noche del bar en la que mi vida cambió para siempre.

El desenlace, a esta altura, es casi obvio. Cuando uno decide sobre la vida de otra persona, nada de lo que viene después se compara. No tengo miedo. Mi trabajo siempre fue escapar, y lo sé hacer a la perfección. Me costó encontrarte. Ya no vas al bar que antes frecuentabas. Tampoco sos periodista. Si estás leyendo esto, solo tenés que saber dos cosas. Primero: esta carta la dejé yo, personalmente, en tu puerta. Segundo: te cuento todo porque dentro de poco voy a tener que escapar de nuevo. Esta vez, sin embargo, lo haré seguro de que mi historia no saldrá en ningún lado.


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