Merecer el duelo



¿Es también un duelo si yo fui el que acabó con la relación? ¿Vale hacerlo? ¿Tengo el derecho? ¿Cómo se hace?

Nunca fui el que no quería. Me acostumbré a ser el no querido, a hacer el duelo del rechazado y a acobijar las amargas memorias de lo que pudo haber sido. Las historias de mis amores ya se habían vuelto aburridas, porque tenían siempre el mismo comienzo y final: del amor absoluto y la sonrisa ilusionada a los sueños rotos y una batería de por qués que nadie quería contestar. El romance, para mí, no era más que una colección de desilusiones.

Yo pensaba que, después de ser rechazado tantas veces, ya sabría cómo actuar en caso de que me tocara. Evitaría ejercer la ignorancia forzada, descartaría la idea de hacer que ella me rechazara y lo haría con el perfecto equilibrio entre la verdad y la calidez. No iba a ser brusco ni demasiado suave, no iba a mentir ni tampoco destilar honestidad brutal, no iba a ser breve ni tampoco me extendería demasiado.

Y aunque al final de esta corta pero intensa relación −las muy largas están fuera de esta discusión− quedé como un desconsiderado, me animo a decir que fue todo lo contrario. En realidad, fue una consideración equivocada. Me justifiqué diciendo que no quería lastimarla, pero la verdad es que no quería sufrir por un padecer ajeno.

Por eso pregunto si es válido el duelo después del rechazo. ¿Uno es egoísta si sufre por otro, y no por sí mismo? A ver: a mí me dolía lo que ella pudiera sentir, me dolía su dolor. Ese es mi interrogante: ¿buscaba evitar un sufrimiento ajeno porque así podía evadir el propio? Si las inquietudes de otro son las mías, entonces las soluciones son para acallar mis padecimientos, ¿no? Es egoísmo disfrazado de empatía.

Cuando llegó el momento, me enfrenté a unos ojos desconcertados y un corazón tan frágil que una simple brisa lo haría pedazos. Dentro mío empezó a brotar el dolor que todavía siento, pero que no me dejo sentir. Lo único que me queda es este maldito duelo inmerecido. Nadie me pregunta cómo estoy ni me ofrece consuelo. “Vos ya superaste antes de cortarle, tu proceso está hecho”, me repiten una y otra vez, como si la lógica jugara un papel en medio de este derrotero.

Claro que disfruté lo vivido y algunos recuerdos perdurarán más de lo debido, pero una vocecita me dice que no tengo derecho a la tristeza, a las lágrimas o a la melancolía. “Extrañar es para amantes, no para desinteresados”, me gritan desde algún lado de mi cuerpo. No sé de dónde es, pero del corazón seguro que no.

Quiero estar feliz, pero no me sale. Quiero estar triste, pero no me dejo. Por ahora me rendiré ante un futuro de neutralidad absoluta, cuyo único antídoto es el olvido. Quizás, cuando la juventud se me vaya, consigo se irá este egoísmo engañoso, que me hace creer bondadoso cuando en realidad es pura cobardía.

En definitiva, el duelo que debo hacer no es por el sufrimiento de una persona y su amor no correspondido, ni por los recuerdos de una historia que no disfruté. Mi sufrimiento es otro, uno de esos que existen en silencio entre las tantas miserias de la humanidad. Si fui tantas veces rechazado, fue por las tantas veces que me enamoré. Yo, como casi todo el mundo, vivo para el amor. Y es feo que no sea correspondido, sí. Pero, creo yo, es aún peor cuando intentamos sentirlo y no aparece.

Y ahí está la respuesta. Ese es mi duelo. No es por alguien a quien no quise, ni tampoco por su posible dolor. Mi duelo, en cambio, es por el amor que murió antes de haber nacido.



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