32 de diciembre (carta de lector)




Recurro a este medio como medida desesperada, con la esperanza de que alguien sepa lo que sucede y tenga a bien ayudarme. Intentaré ser breve porque corro el riesgo de que nadie me lea si esto se alarga, pero a la vez advierto que necesito un poco de contexto para que me entiendan. Estoy metido en un problema gigante. Necesito que alguien me conteste: ¿es lógico que después del 31 de diciembre no venga el 1 de enero?

Digo esto porque me levanté después de festejar año nuevo con doce llamadas perdidas y cuatro mensajes de texto preguntando dónde estaba. Apenas despierto, pensé que era un chiste de mal gusto. “Vení a trabajar, gordo, que acá te necesitan”, fue el mensaje que apareció cuando me disponía a seguir durmiendo. Y ahí vi la fecha: 32 de diciembre. “Imposible”, pensé. Pero reinicié el celular y ahí seguía: 32 de diciembre. En la televisión lo mismo. Hasta el calendario que me regaló un tío abuelo tenía esa fecha: 32 de diciembre. ¿Entienden mi desesperación, o simplemente soy un loco desvariando?

Siempre tuve una relación ambigua con el año nuevo. Si uno quiere cambiar, puede hacerlo cuando quiere, y no necesita que un 2 pase a ser un 3 para hacerlo. Del 31 al 1 no cambia nada, pensaba yo. ¿Por qué no se festeja cada mes nuevo, en ese caso? Cada día, cada hora, cada minuto… ¿No es también cada momento una oportunidad de renovarse? No sé quién dispuso que entendiéramos el paso del tiempo con 365 días divididos en 12 meses, que se subdividen en 30 días repartidos en 24 horas que se miden en 60 minutos. Aleatoriedad total. Pero en esa mañana el tiempo no estaba respetando nuestra medición. ¿Sería un tiempo rebelde, o alguien lo dispuso de esa manera?

Yo les pregunto, estimados lectores: ¿por qué festejan el paso del tiempo? ¿No nacemos y morimos sabiendo que el tiempo seguirá sin nosotros? ¿No lo odiamos por ser muy corto, o por pasar muy rápido? ¿Es año nuevo una tregua con el tiempo? Quizás había preguntado demasiado la noche anterior, y mi castigo era un 32 de diciembre, como para decirme que esa porción de mi pasado todavía no había terminado, y que los 365 días próximos no llegarían con un 3 al final de cada fecha.

Fui al trabajo y consulté qué día era. “32 de diciembre”, me dijeron, como si fuera lo más normal del mundo. “¡¿Y qué, mañana va a ser 33 de diciembre?!”, retruqué, solo para recibir varias carcajadas como respuesta. No había nada en internet sobre un diciembre anormal. Sentía que estaba en una película mala de Hollywood, donde el protagonista debe pasar por algo muy extraño para volver a creer en la Navidad o algo así. Pero en este caso Papá Noel era un colectivero oloroso que me regaló el pasaje tras ver mi cara de total desconcierto.

Recordé todas esas películas navideñas e intenté replicar todo junto el 32 de diciembre. Llamé a mis exnovias para pedirles perdón, pagué mis deudas, descubrí la felicidad de la caridad ayudando a un vagabundo y visitando un geriátrico, le dije a mi familia lo mucho que la quería, eliminé viejos rencores… No sentía nada distinto. Así que me clavé dos pastillas para dormir, abrazándome a lo único que me quedaba: la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño. Pero la pesadilla continuaba: me levanté y era 33 de diciembre. ¿Quién me había robado el 1 de enero? ¿Dónde estaba mi año nuevo?

Los médicos se me rieron y las brujas no me abrían las puertas. En las iglesias me tomaron por loco y en redes sociales alabaron mi supuesta creatividad. Hasta me ofrecieron escribir mi historia si yo no sabía cómo hacerlo. Estimados lectores, todavía no sabía que seguían existiendo estas cartas en los diarios. Así que, tras pensar que había agotado todas las vías de consulta, no me quedó otra que seguir viviendo en esta especie de limbo.

Pero el 35 de diciembre, algo aun peor sucedió: me secuestraron. O eso creo.

Dos hombres de traje me agarraron cuando me disponía a comprar unas flores y me metieron en un auto. Pusieron una bolsa sobre mi cabeza y me ataron de pies y manos. “¿Qué hace acá?”, se preguntaban. “Se metió en la línea equivocada”, comentó uno, pero no estaban seguros de que esa fuera la respuesta. Yo pedía a gritos que me explicaran, pero solo se limitaron a decirme que la culpa la tenían las flores. “Estará condenado”, concluyeron. Y después de eso me soltaron encima de una vereda mojada, sin haber pedido un rescate ni haberme robado nada. En mi bolsillo había una tarjeta que decía “Ministerio del Tiempo”, y unos números borrados por el agua.

Es difícil acostumbrarse a vivir en diciembre, queridos lectores. Me resigné a que no llegue enero y acepto que no haya feriados ni cumpleaños. Pero siempre hace calor, y siempre estoy solo. ¿Quién va a querer hablar con el loco que descree del calendario y el paso del tiempo? Me como 12 uvas por noche y me las paso vestido de blanco. Estamos a 124 de diciembre y ya no sé qué hacer. Por eso recurro a una carta de lectores en este diario, con la esperanza de que alguien me salve o, al menos, me acompañe en mi penar.

Las que envié por mail no se publicaron, y las que acerqué personalmente jamás vieron la luz. Así que dejé una carta en cada buzón de las calles de Buenos Aires, custodiados por esos que este diario llama “guardianes del pasado”. Quizás ellos me regalen el futuro. Si esta carta se publica, significará que yo ya habré festejado el año nuevo. O, quizás, yo la lea en alguno de todos estos días que se acumulan en mi diciembre eterno.  


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