Cavilaciones
El reloj marca las 8:53 y ya sabe que está tarde, pero mucho no le importa. Se obliga a cerrar el libro que lo distrae de la realidad y se prepara para salir a la calle. No quiere salir a la calle. Abre el libro. Lo cierra inmediatamente. Sabe que no importa si quiere o no. Debe. Deambula por cinco minutos entre los pasillos de su mente. No le gusta tener que estar atado a una rutina, pero sabe que sin ella no podría sobrevivir. Mira el reloj. Marca el día 17. Ya son dos meses de estar discutiendo solo. Abre la puerta de su casa.
A las dos cuadras se da cuenta de que se olvidó de ponerse perfume antes de salir. Se dice a sí mismo que no importa, pero también se responde que el perfume ayuda a dar una mejor impresión. Comienza a discutir consigo mismo sobre si al final importa o no la primera impresión, el aspecto y los prejuicios al conocer a alguien. Lo busca en Internet y se pierde el colectivo. Se convence de que en realidad a él le gusta más el subte y que hacia allí debería ir. Presiona la manija y la puerta del subte se abre.
Mira a los pasajeros y los piensa como compañeros. Todos yendo hacia un destino común, con la mirada cansina de los lunes y los ojos puestos en el próximo viernes. “La vida se basa en esperar al próximo fin de semana”, escribe entre las notas que nadie jamás verá. Se acuerda de su potencial como artista que jamás explotará porque, en realidad, siente que todos quieren serlo, y eso le arruina un poco el deseo. Además, está seguro de que alguien ya escribió eso. Los sonidos de la ciudad lo aburren y abre su aplicación de música.
Mueve un poco la cabeza. Quiere sentir el ritmo, pero no quiere sentir que lo ven. Así que la mueve un poco. Se pregunta si realmente sentimos, o somos lo que aspiramos a sentir. Le encantaría sonreírle a esa chica que mira el celular, pero no quiere quedar mal, así que se queda callado. Recuerda como mejores las demostraciones de amor en el pasado, casi como si él las hubiera vivido. No sabe si debería haber nacido en otra época o si esta es la mejor para estar vivo, y ocupa lo que queda de su viaje en intentar discernirlo. Se lo anota en su agenda imaginaria porque sabe que necesita más tiempo para pensarlo. Se abre paso entre la gente para salir primero, aunque no está apurado.
Camina y piensa, como hizo toda la mañana y como lo viene haciendo hace dos meses. Se ve reflejado en las ventanas de la avenida y piensa que debería hacer más ejercicio. Pero sabe que está bien así cómo está, y vuelve a pensar si importa el físico o no. Pasa por el bar al que algún día va a ir y lo mira con nostalgia, porque estuvo tantas veces en la puerta que ya se siente un cliente frecuente. Pero sabe que solo no va a ir. Siente que debería ir con alguien, pero no quiere que sea un amigo. Mientras llega al trabajo discute si debería salir con cualquiera o solo con quien él vea cierta chispa. No sabe cuál es la chispa de la que él mismo habla. Abre la puerta de la oficina.
Saluda a sus compañeros. Está seguro de que sus fines de semana fueron mejores que el suyo, pero le da vergüenza, o miedo, preguntar. Piensa que siempre consideraremos que todo podría ser mejor si tal o cual cosa fuera diferente. No sabe qué cosas. Tampoco cómo podrían ser diferentes, si fueron causadas por otras cosas que también podrían haber sido diferentes. Se cree diferente, pero no tanto. Es la pizca justa entre normal y excéntrico. Se culpa un poco porque ya no queda bien decir que alguien es normal. Aunque no le gusta que todos seamos únicos, porque se acuerda de que, si todos somos únicos, nadie lo es. Se pregunta quiénes somos todos y porque lo piensa en primera persona mientras abre la computadora.
Charla con esa compañera inalcanzable y no sabe si mirarla a los ojos, ver su boca o desviar la mirada. Corre hacia la ventana, porque son las 17:54 y el sol se mete entre los edificios y forma una foto que piensa que solo él disfruta. Es consciente de que jamás podrá estar con su compañera, y también que, si estuviera, eso se arruinaría, porque la conoce y sabe que son diferentes. Le molesta aspirar a la perfección cuando él no ofrece lo mismo. Camina hacia su casa y ve un jacarandá. Imagina una foto que no es lo suficientemente buena para redes sociales, pero sí para ocasionar una sonrisa si alguna vez se la cruza en su galería. Abre la cámara del celular.
Medita que, si la espera demasiado, la pierde, pero que si se atolondra también la pierde. Lee frases y se molesta porque no se le ocurrieron a él. Camina más rápido para poder leer más tiempo. Siente que quizás la vida se trata del próximo buen momento, por más pequeño que sea. Mira a un hombre de saco y corbata llorando, y piensa que él es feliz en su trabajo o, más bien, su trabajo lo hace feliz a él. Pero también sabe que será más feliz en el futuro, aunque se pregunta por qué asume que lo mejor siempre está por venir. “¿Y si lo mejor ya pasó o, aún peor, está pasando?”, reflexiona al abrir la puerta de su casa.
Se escapa de la realidad leyendo, aunque sabe que la realidad son sus pensamientos, y son ellos a los que escapa. Lamenta no tener tiempo para filosofar. Se corrige: lamenta no hacerse el tiempo que sí tiene para filosofar. Come mientras mira el capítulo de una serie que ya vio, pero le recuerda a cuando fue feliz viéndola por primera vez. Se acuesta en su cama, pero mantiene los ojos abiertos. Mira el techo en medio de la oscuridad. Hoy abrió demasiados caminos que no se atreve a transitar.
Abre el anteúltimo del día: su cajón. Saca una carta, la última que todavía estaba dentro del sobre. Rompe el envoltorio, extrae el papel y mira su reflejo en la ventana. Ve la fecha de hace dos meses atrás mientras busca que sus ojos derramen lágrimas, aunque no lo logra, porque ya sabía el contenido de la carta antes de leerla. Se anima a dejarla en su mesa de luz. Suspira, le sonríe tímidamente a la luna y se zambulle en su almohada. Cierra los ojos, dispuesto a soñar, con la esperanza que no sean lo único que se cierre esa noche.
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