No te enamores en el verano



El ritual venía cumpliéndose a la perfección. Ella con amigas, yo con primos. Sonrisas en la playa y besos en la noche. Caminatas al amanecer y reencuentros en el crepúsculo. Ese segundo demás en la mirada, justo después del silencio que termina una conversación.

Estábamos viendo la puesta de sol. Nos quedaban unos cuántos días de playa. Teníamos mucho tiempo más para hacer de todo o, en realidad, para no hacer nada juntos. Intentando que fuera una conversación casual y no una advertencia, le dije:

– No te enamores en el verano, Camila.

– ¿Cómo?

– Es un consejo, Cami. Nada más –, respondí, con cierto nerviosismo.

– ¿Y por qué me lo decís?

Sentía sus ojos verdes fijos en mí, pero yo quería hacer pasar el miedo por nostalgia y miraba directamente al sol. Mi oculista me hubiera asesinado.

– Porque es un hecho científico que nos enamoramos más en el verano. Y la vida es así, perra, porque nos da los mejores amores justo cuando no pueden durar. ¿Por qué te enamorás, Camila? Pensalo.

No le di tiempo.

– ¿Vos escuchaste un "amor de otoño"? No. Porque no existen. Solo existen los de verano. Estás de mejor humor, con más tiempo, los días son más largos y conocés más gente. Estamos todos bronceados y expuestos, predispuestos a la diversión e ignorantes del estrés.

Dejé pasar un segundo. Ella hacia círculos en la arena con el único dedo que no tenía anillos.

– No te enamores en el verano, Camila, porque no es amor. Es idealización. Sí, ya sé, es la palabra más palermitana que existe y la odio. Pero la odio porque es verdad: te hacés toda una idea de quién so... de quién es la persona, cuando en realidad ves su versión más relajada y atractiva. El verano es el peor momento para enamorarse, porque somos todos víctimas de una libertad finita. Pensamos que son mariposas en el estómago, pero son solo libélulas que anticipan la lluvia.

Suspiró.

– Qué analogía más estúpida. Siempre usando palabras complicadas para decir lo simple.

– No me acuerdo dónde la leí –, me expliqué, no sin antes recordarme que debía borrarla de mi carpeta de "frases copadas". – Pensá esto: en el verano hace calor, así que abrazarse es pegajoso. En el verano tenemos sed, así que besarse es una condena. En el verano...

– Mucha gente se enamoró en el verano y sigue junta, Martín –, retrucó.

– ¿Cómo quiénes?

– No sé, Martín, no sé. Ahora no se me ocurre, pero seguro hay miles de ejemplos – contestó, mientras me pegaba un golpecito en el hombro y yo deseaba que dejara su mano apoyada allí.

– ¿Me podés explicar qué estás haciendo? –, amenazó.

Ya no sabía muy bien. Con mi mentón apoyado en mi rodilla, hice una pausa para sentir la brisa marina, pero aspiré la arena de mi pierna y empecé a toser como un condenado.

– ¿Estás bien? −. Extendió su brazo por sobre mis hombros y supe que lo estaría.

– Sí, sí – atiné a contestar mientras me sacaba un moco gigante mezclado con arena, sal marina y, creo, un poco de sangre. – Tranqui.

Aproveché ese accidente para volver a lo mío.

– Lo que digo, Cami, es lo siguiente: el verano, las vacaciones... Son un escape. Escapamos a la rutina, a los lugares de siempre, a las personas de siempre. El verano es un escape. Y el amor, el comienzo del amor, también es un escape. Después se transforma en otra cosa, pero el enamoramiento es un escape de la monotonía, de la soledad, de uno mismo. Y escape más escape...

– Dos negativos son un positivo –, añadió. No porque estuviera de acuerdo, sino para que mi discurso no fuera tan largo. De hecho, lo hizo con cierto desdén, “como quien no quiere la cosa”, diría mi tía Cora. El comentario no tenía nada que ver, pero ella era la última persona a quien quería llevarle la contra y la primera a quien quería hacer sonreír. Así que asentí y proseguí.

– Claro, exactamente. O escapamos para un lado, o escapamos para el otro. No podemos escapar hacia dos lugares al mismo tiempo. Y generalmente en las vacaciones ya tenemos planes, mientras que el amor de verano suele ser un maravilloso imprevisto.

Ya ni hacía círculos en la arena. Ya no tenía sus ojos puestos en mí ni en el Sol, que ya estaba casi oculto en el fondo del mar. Ahora solo miraba hacia abajo, con los ojos vidriosos y una expresión de decepción que apenas se divisaba entre su larguísimo pelo color fuego. Se estaba yendo sin moverse de su lugar.

– A ver, supongamos que vos y yo nos enamoramos... – comencé, bien consciente de lo que estaba haciendo y de lo que nos pasaba, pero otra vez deslizándolo como algo casual, como si fuera una posibilidad no concretada. No sé si ella se dio cuenta de eso.

A juzgar por su sobresalto y la sonrisa que evitó mordiéndose el labio inferior, diría que su reacción fue genuina. Ya había vuelto, y me dedicaba su completa atención. Me miraba casi devotamente. Y aunque quería seguir hablando, la sola magnitud de tenerla leyendo cada rincón de mí me dejo sin habla.

– Dale, suponé, a ver –, me alentó con sus dientes blancos y parejos, su piel ligeramente quemada y con restos de arena, y su frente apenas arrugada por la sonrisa que iluminaba su expresión. Tenía una especie de sweater blanco de lana muy fino, los pies descalzos y las manos entrelazadas. Se había girado hacia mí y yo me sentía completamente vulnerable. Nada de lo que dijera haría honor a ella y a la puesta del sol, a su sonrisa y a la playa, a sus ojos y las estrellas que asomaban en el horizonte. Ni la Luna, tímida y borrosa, podía ayudarme.

Miré hacia la ciudad que encendía sus primeras luces en el fondo y me despabilé.

– Supongamos que nos enamoramos. Si vamos a la causa, es por todo lo que dijimos antes: libertad, predisposición, humor, etcétera... El amor llega sin esfuerzo. Nos vemos porque estamos cerca y porque, francamente, tenemos pocas cosas para hacer que nos diviertan tanto como esto. Hasta podemos no hacer nada, pero si lo hacemos juntos es lo mejor que tenemos. Coincidimos en fiestas y en la playa, lugares donde el amor se regala hasta en la barra de tragos. Pero inconscientemente sabemos que se va a terminar. O sabemos que nuestro yo de ahora va a terminar. Y volverá a ser el de todo el año: con trabajo al que ir y una casa que atender, con amigos que nos quieren ver y familia que nos extraña, con el cansancio de cada día y el sueño de cada noche... Sabemos que todo eso se viene.

Su emoción no se había perdido. ¿Qué estaba descubriendo? Ahora se abrazaba sus piernas y asomaba sus ojos por detrás de sus rodillas, balanceándose de atrás hacia adelante.

– ¿Viste cuando te tomás toda la bebida porque viene la cuenta del restaurante y ya te tenés que ir? Acá hacemos lo mismo –, continué, mientras me prometía jamás hacer una comparación tan estúpida como esa. – Sentimos más, vivimos más, hacemos más. Intentamos llenar el anecdotario porque, si no, no se completará con lo que nos queda del año. Queremos y hasta extrañamos por adelantado. Todo es fantástico por el simple hecho de que terminará. Una vida disfrutada al máximo por la venida de una muerte prematura.

Se rio de mis palabras complicadas y revoleó los ojos. Nos miramos por uno, dos, tres segundos. Ella se volvió a reír.

No. No.

Volví a lo mío.

– ¿“Todo muere al regresar”, sería el título de este discurso? –, preguntó socarronamente.

– Puede ser, sí, pero dejame decirlo a mí – contesté para la risa de ambos, pero con un dejo de verdad que los dos vimos entre líneas.

– No te enamores en verano, Camila. Porque después vos volvés a lo tuyo, y yo a lo mío. Vernos requerirá un esfuerzo, y probablemente lo hagamos, pero ya no será fluido sino impuesto. Y vos después de esto te vas al Sur, y para cuando vuelvas yo habré empezado mi viaje de dos semanas por Mendoza. No somos esclavos del celular y juramos no serlo de una persona. Entonces no hablaremos con la constancia de estos días. Para cuando los dos estemos de vuelta y nos hayamos re-acostumbrado a la rutina, seremos dos conocidos con un buen recuerdo en común.

– ¿Y eso que tiene de malo?

– Que los dos seguiremos enamorados. Pero seguiremos enamorados de nuestro verano, de la playa y del calor. Nuestra idea de "nosotros" será esa, y cada intento de recrearla será en vano. Esa vez que te perdiste al volver de una fiesta con tu hermana y terminaron hablando horas y horas sin parar, ¿volverías a hacerlo?

– Sí... Bueno, me gustaría. Pero creo que no va a ser lo mismo.

Volvió a hacer círculos en la arena, pero esta vez con dos dedos. Ahora era yo el que la miraba fijamente.

– Exacto. Las segundas partes de las películas nunca son buenas, Camila. Si te digo que no te enamores en el verano es porque te quiero proteger de la frustración y la impotencia. Ese es mi consejo, tómalo o déjalo. Pero te aviso, nomás, que enamorarse en el verano es de los riesgos más grandes que podés tomar.

Terminé mi discurso sin mirarla. Me sentía... ¿aliviado? Ya era de noche y estaba más frío. un viento movía los pastizales que adornaban los médanos y hacía flamear el swater de Camila. Ella caminaba en círculos. No me miraba, y yo temía haber arruinado lo que nos quedaba de verano. Pero ella volteó con una sonrisa.

Se acercó hasta quedar a centímetros de mi cara. Mirando de abajo hacia arriba, con una sonrisa traviesa, me preguntó:

– ¿Por qué no querés que me enamore?

– Porque no quiero que te lastimes.

– ¿Por qué no querés que me enamore? – insistió.

– Porque… no quiero que te ilusiones.

Una vez más: – ¿Por qué no querés que me enamore?

Me mantuve firme. – Porque no quiero que extrañes un futuro que nunca existió.

Me agarró por el mentón y me apretó los cachetes, hasta que mi boca quedó como la de un pez. Y otra vez hizo la misma pregunta.

– Szol... Zoldame, Cmila

No me soltó. En cambio, volvió a lo mismo.

– ¿Por qué no querés que me enamore?

– Zoldame.

– ¿Por qué no querés que me enamore?

– ¡Zoldame!

– ¿Por qué no querés que me enamore?

– ¡SOLTAME! – grité, apartándole el brazo de un manotazo.

No repitió la pregunta, pero esperaba mi respuesta.

– ¡Porque yo ya me enamoré de vos, Camila! ¡¿Eso querías escuchar?! ¡Ya me enamoré y ya pasé por esto antes! Y sé que lo voy a intentar hasta el cansancio solo para caer en lo mismo de siempre. Te digo que no te enamores porque prefiero no existir en tu mente antes que aparecer como un recuerdo forzado. Te digo que no te enamores en el verano porque yo ya sé que en invierno seguiré sufriendo lo que no quiero que vos sufras. Te digo que no te enamores en el verano, Camila, porque para dos enamorados no hay vuelta atrás.

Los cinco minutos que siguieron fueron de absoluto silencio.

Después de contemplar el mar, Camila se dio vuelta. Me tiró un poco de arena para sacarme de mi desespero mudo. La miré.

– ¿Qué vas a hacer en otoño? – preguntó.

– No... No sé. Nada, creo. No, nada.

Sonrió.

– Ah. Qué bien. Porque yo tampoco.


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