Plaza San Martín



− Los días que voy al trabajo me enamoro dos veces. Sí, dos veces. De dos personas diferentes, claro está. No es el clásico cuento de “me enamoro cuando me levanto y cuando la veo a volver a casa”, principalmente porque no estoy con nadie. Me enamoro como todos los que salen a la calle. Todos tienen un amor pasajero, pero yo tengo dos.

El primero es el clásico y cambiante amor de colectivo, tren, subte, vereda, negocio… Esa persona que nos enamora por una charla rápida, por una sonrisa, por una mirada o por su forma de moverse. Es ese amor pasajero que se crea y se elimina en cuestión de segundos, minutos o un solo viaje. Nunca pasa más de eso. Es esa simple ilusión que nos hacemos porque el ser humano es fanático de la casualidad y devoto de lo repentino, ¿no?

− Sí, puede ser.

− De esos, entonces, tengo muchos. Diría que uno por día. Sin embargo, cuando voy al trabajo tengo un segundo amor, al que ya no llamaría pasajero porque es todos los días. Dura apenas unos segundos, pero es el mejor momento de mi día. Y también el peor. Ese amor es producto de mi imaginación, que inventa a una persona sentada siempre en la misma plaza.

− ¿Cómo?

− El colectivo pasa por la Plaza San Martín, en el medio de mi recorrido entre mi casa y mi trabajo. Rodea la plaza y sigue su camino. Menos de diez segundos. Treinta si tengo suerte con el semáforo. Y en ese momento, mundano para todo el mundo, me enamoro una y otra vez, porque veo a una mujer sentada en un banco. Esperándome. Y nos miramos a los ojos y ella sigue el colectivo con su mirada, mientras yo giro mi cabeza para no dejar de verla. Un momento antes de que el colectivo haga su último giro, ella me sonríe y yo le sonrío. Creo que mi vida se mide en el tiempo que pasa entre cada vez que transito esa plaza.

También es triste, porque soy consciente de que es mi imaginación la que la inventa y no el destino el que la pone ahí. Tiene el pelo rizado y ojos rasgados, tiene labios finos y hoyuelos al sonreír. No sé de dónde salió, pero siempre está ahí, casi que esperándome. Haciéndome inmensamente feliz, y a la vez completamente miserable. Mi mente me traiciona con esa visión, pero reduce mi sufrimiento con el otro amor pasajero.

− ¿Nunca estuviste en pareja?

− Sí, sí. Naturalmente, los amores de la vida cotidiana se van cuando me enamoro realmente, pero la mujer de plaza San Martín sigue ahí, firme, como un soldado protegiendo nuestro amor imposible, ficcional, imaginario. De hecho, hace un tiempo, mientras me lamentaba por esto en mi oficina, un compañero me dijo algo al pasar, que a mí me cambió para siempre: la mente humana no puede inventar un rostro. Entonces significaba que ella existía. Nos habíamos cruzado alguna vez, en algún lado. “¿Cómo podía ser que no la recordara?”, me pregunté.

No creo en las vidas pasadas ni tuve ningún episodio de pérdida de memoria, así que hice un trabajo minucioso de toda mi historia. Anoté cada persona con la que me crucé en un lugar, y empecé a evaluar las incontables oportunidades que pude haber perdido. Me volví loco. Y cuando digo loco, es loco en serio: no comía, no dormía, no hablaba con nadie a excepción de mi propia memoria. Obviamente, no trabajaba. Y por tanto no la veía. Sin saberlo, su cara se me olvidaba cada día un poco más. Aunque siempre buscamos lo excepcional, es la rutina la que nos permite seguir vivos. Y yo estaba muriendo.

Eventualmente me echaron del trabajo y mis amistades me dejaron. Ya ni siquiera tenía amores pasajeros porque no miraba para afuera jamás, sino que únicamente escudriñaba entre los rincones más oscuros de mi cerebro en busca de la chica de la plaza San Martín. Todo fue en vano. Jamás pude encontrarla. Y creo que me morí. Seguía vivo, pero ya no era lo mismo. ¿No es el amor nuestro mayor anhelo? Mi existencia se redujo a canciones tristes y llantos reprimidos.

Toda esta victimización patética terminó cuando pensé en lo descabellado: ¿y si no era mi imaginación que la creaba en la Plaza San Martín? ¿Y si cada vez que pasaba ella estaba ahí, realmente, esperando a que yo pase para entrelazar miradas y tener un momento de eternidad? Pensé en ir inmediatamente, pero entendí que era mejor esperar a mi horario usual de viaje al trabajo. Nunca estuve tan nervioso al subirme a un colectivo y, menos aún, al mirar por una ventana.

Se produjo un silencio. Lo miró, esperando algo más, pero solo miraba por la ventana.

− ¿Y entonces?

− No sé. Ya estamos por llegar. Ahora me voy a enterar.

− ¿Qué pasa si no está?

Sonrió. El colectivo dobló, y a lo lejos ya se veía la plaza San Martín. Él no volvió su mirada hacia afuera.

− No creo que pase nada. Ya no dependo de mi imaginación. Quizás vos sos mi amor. Pasajero o no, eso lo dirá el tiempo. Pero entenderás que no puedo perder esta oportunidad.

Con una luz en los ojos, giró hacia la ventana, esperanzado. La plaza San Martín ya se veía completa.



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