El tren de la (des)esperanza



Odio el cliché de los que se enamoran en el tren. Quizás lo odio porque soy de esos que piensan que les va a pasar. Probablemente sea porque, llegado el caso, nunca hago nada. Y aunque intenté, en lo posible, dejar de hacerlo, nunca pude. Creí que había logrado evitar enamorarme. Hasta que alguien se enamoró de mí.

Como alguien con poca iniciativa, siempre preferí que se acercaran a mí antes de hacerlo yo. Al no ser ningún supermodelo, eso era bastante improbable. Si me llega a pasar, pensaba, sería mi mejor historia de amor. El problema es que, cuando me sucedió, no fue nada parecido a lo que esperaba. Mi enamorada no tenía cara, ni tampoco pude escuchar su voz.

Fue un amor demasiado tecnológico. La declaración me llegó por Bluetooth. Yo lo tenía activado sin darme cuenta, y me llegó una notificación que decía que un número desconocido quería enviarme un archivo. Lo acepté, intrigado, rindiéndome ante la posibilidad de que robaran todos mis archivos. Era un archivo de texto. Una nota. Como si fuera uno de esos papelitos cobardes de la secundaria.

“Hola, perdón que sea así, me da vergüenza. Algo tenía la forma en que mirás la ventana que me llamó la atención”, decía. Quise inventarme algo poético sobre qué miraba, en caso de un posible encuentro. “La noche”, fue mi mejor intento. “Me gustaría que nos juntemos a tomar algo. Ojalá no te moleste esto. Beso”. Terminé de leerlo en una estación bastante importante, donde bajó mucha gente. Fue imposible divisar si alguien esperaba una respuesta. No me había dejado ninguna forma de contactarla.

“¡Sí! ¡Sí! ¡Salgamos a tomar algo!”, grité desaforadamente. La única respuesta que recibí fue una mirada bastante discriminadora de una señora y un suspiro cansado del oficial a bordo. ¿Cómo podía responderle a mi amante tecnológica? Llamé rápido a mi amigo que más sabía de celulares. “Nada podés hacer. Si no te aparece en los dispositivos disponibles, ya desapareció”. Me desplomé en el asiento de un tren semi vacío.

Estaba enamorado del “iPhone Victoria 2020”. En realidad, ella estaba interesada en mí. Yo moría de la intriga por saber quién era. Intenté rebajar mis expectativas, pero fue inevitable formarme una imagen utópica de Victoria. Lo más probable era que todos mis datos estuvieran secuestrados y yo ya apareciera en algún cartel de publicidad china. Aun así, durante meses, emprendí una búsqueda cercana a lo obsesivo para encontrarla.

Miraba cara a cara a cada persona que se subía en el tren, buscando una mirada cómplice que me mostrara que mi amor era correspondido y real. Mis esperanzas se perdían cada vez que volvía a pisar la vereda, pero revivían cuando abría el archivo de texto que guardaba en mi celular. Llené de folletos a toda la línea de tren. Puse a mis amigos a buscarla. Busqué en todas las redes sociales. ¿Dónde estabas, iPhone de Victoria 2020?

A veces la veía entre los celulares disponibles. Una vez me llegó otro texto: “¿No me encontraste?”, decía, suplicante. El tren es demasiado largo. Siempre estaba lleno, pero lo sentía cada vez más vacío. ¿O era yo? Me harté. Ya no había forma de encontrarla. Mi vida no podía ser una sala de espera. En el fondo, todo volvía a lo mismo: eran solo archivos de texto de un teléfono cualquiera. El presentimiento de algo gigante, quizás, podía ser equivocado. Aunque no quisiera que así fuese. Así que hice lo que cualquier persona sensible haría: cambié mi recorrido.

Era caminar dos cuadras más. Al principio costaba, pero escuchar música y flotar entre las luces de la ciudad funcionaba como un consuelo provisorio. Después se transformó en disfrute. Y, sin darme cuenta, fue el antídoto que necesitaba mi memoria. Hasta que, un día, el reloj me jugó una mala pasada. Y debí correr al tren que hace tiempo había dejado atrás.

Ahí estaba.

En uno de los folletos que había pegado solo quedaba la parte de la pregunta: “¿Dónde estás, iPhone de Victoria 2020”? Debajo, en tinta rosa, estaba el nombre con el que aparece mi celular en las conexiones y, al lado, una sola frase: “Buscándote”.

Odio el cliché de los que se enamoran en el tren. Quizás porque odio ser de esos que piensan que les va a pasar. Porque volví a cambiar mi recorrido. Y, antes de subir, me aseguro de una sola cosa: que mi celular tenga el Bluetooth prendido.





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