Te quise a la distancia



Querida Mercedes:

¿En qué pensás? Quizás te estás preguntando por qué recibiste esta carta y por qué yo soy el emisor, pero no tengo una respuesta para darte. Quizás de esta manera puedo evitar una respuesta, un visto o una conversación ocasional que me llene de dudas. Simplemente te quiero decir todo lo que no me animé a decirte la otra noche, y explicarte por qué atiné a besarte.

Prefiero confesarme, sin vueltas: fuiste mi amor de secundaria. Aunque me enamoré muchas veces, vos fuiste la más real y, por lo tanto, mi mayor arrepentimiento. Al verte de nuevo después de tanto tiempo, volví a ser ese adolescente tímido que se ponía nervioso y prefería no decir nada antes que balbucear algo que lo hiciera quedar mal. La mente humana es muy curiosa: desde el fin de la secundaria hasta hoy, me transformé en una persona distinta, que quedó olvidada por el solo hecho de ver una cara del pasado. Y no cualquier cara.

Apenas te vi, con tu pelo rubio contrastando tu vestido negro, me acordé: desde chico te quise. Pero te quise a la distancia, casi como un querer de deseo y no de amor. Era lógico: siempre fuiste (sos) la más linda del lugar, hecho que se sumaba a tu cadencia y tu forma casi espontánea de darle color y música a quienes te rodean. Mi amor por vos era platónico: ya lo sabía imposible y, por eso, te miraba como un tesoro impagable en vez de como una compañera.

Te saludé como a todos los de la clase, esa donde me ponía nervioso cuando vos me pedías una lapicera y de la que salía con el día hecho si me decías siquiera el más mínimo elogio. La noche era una copia del aula: vos estabas con tus amigos, cancheros y sociables, y yo con los míos, vergonzosos y reservados. Yo sacaba la cabeza y te buscaba con la mirada, solo para admirar tu sonrisa y tu soltura. Y vos descubrías mi fascinación secreta, pero me respondías con un guiño travieso que evitaba mi enojo.

¿Alguna vez pensaste en mí?

Aunque primero protagonizabas escenarios imposibles, con el paso de los años me di cuenta de que no eras inalcanzable, aun cuando cada día quedaba claro que no había nadie que pudiera equipararte. Había creado una distancia ficticia que vos empezaste a achicar. No sé por qué te metiste en mi mundo, pero lo hiciste sin que te importara quién era yo ni cómo te iban a mirar los demás. Ahí descubrí que podíamos charlar como si no existiera ese pasado que nos separaba. Si estabas en grupo, yo actuaba como un perfecto imbécil. Pero solos, a veces, ya mostraba fracciones de quien soy hoy.

Nunca te entregué mi corazón por completo, ni tampoco te quise más que a mí mismo. Pero siento que podría haberlo hecho. Estuvo a punto de pasar el día que me llamaste para “contarme algo”. Yo fui, con el corazón en la mano, pero vos no lo viste. Me contaste, ilusionada, que habías aceptado una cita. Así que escondí mi corazón a tiempo, disfracé mi impotencia de alegría y descargué mi frustración en uno de esos escritos que ahora todos celebran mientras envidiaba tu sonrisa en clase de inglés.

En todo eso pensaba en la otra noche. En que no me animé, como cuando nuestros labios estuvieron a punto de tocarse en la fiesta a la que todos fuimos. Pero, en el instante previo, me acordé de que eras imposible. Y mientras vos te ibas con otro, yo intentaba parecer canchero mientras contaba que “estuve a punto”. La vida me enseñó más tarde que es imposible vivir a base de ilusiones, y que el casi que siempre fuiste era, en la práctica, equivalente a la nada misma.

A veces pienso en vos, Mercedes. Cuando estoy en esos días en que quiero dar pena, deleito mis vicios con todo lo que podría haber sido.

La realidad es que cada uno hizo su vida. Sé de tus amores, vos te enteraste de los míos y mantuvimos una cordialidad mutua, en un reconocimiento tácito de que una vez fuimos cercanos. Lo más triste es que, cuando nos hablamos por redes ocasionalmente, la pregunta me ataca: ¿será que esta vez…? Inmediatamente me decía que no, porque mi mente me llevaba a pensar que vos, ni por un segundo, me ponías en ese lugar de donde yo nunca te saqué.

Si verte me devolvió a la adolescencia, hablarte rescató las ilusiones que había descartado. Esa noche no fui otro que el que era a mis dieciséis −la gente no cambia, sino que aprende−, pero esta vez no me quedaba nada por perder. En ese instante, supe que el amor no siempre es sentirse como un adolescente. Por eso atiné a besarte. Y por eso ahora te digo todo esto.

¿En qué pensás, Mercedes?

Perdón por la incertidumbre y gracias por el beso.

Te saluda,

Marcos


Comentarios

Entradas populares