El monstruo debajo de la cama

 

Todos hemos escuchado alguna vez del monstruo debajo de la cama. Algunos le llaman cuco, otros así nomás. Algunos tenían camas bajas y lo ubicaban en el armario. Sea como fuere que lo llamen, yo lo sigo viendo. Y eso que soy un tipo grande, con trabajo (hasta hoy) y familia. Tenemos una relación que podría calificar como profesional.

No empezó del todo bien, claramente. Nuestra relación comenzó con el pie izquierdo. Y me refiero a esto de manera literal, la primera vez que lo conocí fue porque agarró mi pie izquierdo, que colgaba del costado de mi cama. Naturalmente, comencé a gritar como un desalmado hasta que llegara mi viejo, quien hizo lo posible para calmarme. De ahí en más y por muchos años el hijo de su madre anduvo dando vueltas por mi cuarto. Y tuve mi primera vez de muchas cosas con el viéndome.

Él fue responsable de mi primera noche en vela, de la primera vez que me hice pis en las sábanas y mi primer llanto en la oscuridad. No sé por qué me tenía tanta bronca, ni que yo le hubiera hecho algo. Pero por otro lado ahora lo entiendo, al fin y al cabo, era su laburo. Y yo no era un pibe fácil.

Todas las noches lo insultaba antes de irme a dormir. Repito, no era (ni soy) un pibe fácil. Soy muy rencoroso y vengativo. A la primera que me molestó, se la juré de por vida. Mamá pensaba que estaba rezando, pero en realidad mis murmullos eran insultos de todo tipo. A esta altura me impresiona cómo de tan chico me sabía tantas malas palabras (¿será por eso que no dejo que mi hijo vea mucha tele?).

Y así pasamos nuestros primeros ocho años de relación. Sí, ocho. Me agarró el pie cuando tenía dos años y yo me la agarré con él hasta que tuve diez. Pero ahí algo cambió. En quinto grado tenía un par de compañeros que me trataban muy mal, y encima después se me hacían los amigos. Un día invité a dormir a uno a casa, pensando en hacerle la vida imposible a la mañana siguiente (ya vieron, soy rencoroso y vengativo). Pero cuando me levanté, él ya no estaba.

Después me enteré de que a la noche fue horrorizado a la cama de mi vieja (un poco me molestó que no me levantara, tan amigo no era) diciendo que había visto algo traumatizante y pidiendo irse. Pobre pibe, tuvo que ir al psicólogo unos años. La noche siguiente, en vez de insultarlo, le agradecí. Se había pasado un poco, sí, pero había hecho más de lo que yo había planeado. Me hizo un par de laburos más (nunca se los pedía), con dos “amigos” y una novia que no quería y no tenía los huevos para cortarle. Nuestra relación fue mejorando, pero nos veíamos menos. Algunas noches ni venía y otras yo lo saludaba y me dormía tranquilamente.

La cuestión fue cuando me mudé, a eso de los 24 años (puede que me haya ido un poco tarde, no comenten sobre eso). Llegué a mi humilde departamento nuevo, festejé solitariamente con una cerveza de segunda marca (tiempos difíciles) y me fui a acostar. Y ahí lo vi de nuevo. No sé por qué, pero me enojé muchísimo: quería vivir solo, y él no me dejaba. Además, durante unos años, me espantó un par de mujeres que vinieron a mi casa. Sin embargo, hicimos las paces, el me explicó que había pedido la transferencia, pero no se la habían dado y yo le permití quedarse con algunas condiciones.

Unos años después me casé (a mi esposa nunca la espantó), pero me tuve que bancar que el hijo de su madre estuviera tanto en mi noche de bodas como en mi luna de miel. Mi esposa no sabe de esto, y no va a saber. Cuando le consulté, me dijo que ella vio uno cuando era chica, pero que eran puras imaginaciones. Hace unos días, cuando mi hijo de dos años lo vio por primera vez, me fijé debajo de mi cama y no estaba. “Se fue sin saludar”, pensé. Pero no. Simplemente se había traspasado al cuarto de mi hijo. Y ahora está ahí, atormentando a un pequeño yo que poco a poco se va a ir armando de valentía (con ayuda de su viejo) para enfrentarlo.

Y escribo esto ahora, en la madrugada y cuando nadie me ve para dejar presente que los monstruos debajo de la cama existen. Y hoy, cuando llegué a casa después de uno de los peores días de mi vida, y vi que mi mujer no estaba sola en mi cama, le dediqué mi primera sonrisa. Mi hijo, con miedo del monstruo, vino a dormir a mi habitación. Me acosté y me abrazó. No hizo falta nada más.

Así que cuando lean acerca de la maldad de los monstruos, o del miedo que hay que tenerles, piensen dos veces. Quizás puedan entender que, al fin y al cabo, ellos trabajan incansablemente todas las noches y, como todos, tienen momentos de debilidad. Y ahí es cuando nos ayudan, noblemente, sin decir nada, debajo de la cama.

 

 

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