La pluma con la que escribo
Cuando me encuentro triste, estimado lector, me sale escribir. Sí, cada uno tendrá su forma y esta es la mía. No pretendo ser original ni mucho menos, debe haber miles de personas que lo hacen. Otras miles que cantan, o escuchan música, o lloran, o gritan. Sería imposible describir todas, pero en alguna seguramente usted se identifique.
Sin embargo, es extraño, no me sale escribir sobre lo que me afecta. De alguna manera u otra surge una historia, o una reflexión, o algo literario. Curiosamente mi tristeza motiva mis mejores obras. Si viviera en la edad donde no hubiera imprenta (aunque escriba desde un celular, hacer toda la regresión suena inútil), creo que mi pluma sólo escribiría si la remojara en lágrimas. No obstante, eso me traería otro problema: no suelo llorar. Si lloro es por algo grave, y, si tiene esa seriedad, claramente no me pondría escribir.
Serían entonces mis suspiros los que llenarían la pluma. Otro problema: no puedo escribir con aire. Aun así, suponiendo que pudiese, existiría otra gran cuestión: mi tristeza solo es a causa de una razón. Obviamente descarto situaciones temporales de la cotidianeidad o la vida misma: una muerte es inesperada y la pérdida de un trabajo a nadie alegra. Me refiero a ese vacío, a ese agujero que sentimos (pero nunca veremos) en el medio de nuestro pecho. Eso que falta. Y es eso que falta lo que motiva mi triste (pero exitoso) escribir.
Ahora, esto es un problema aún más grande: pretendo escribir con algo que me falta. Si una pluma no se puede llenar con aire, menos podrá hacerlo con ausencia. Sin embargo, ya lo ha hecho (de alguna manera ficcional, recuerde que estamos hablando en el campo de lo no real). Lo que me falta no es nada original, de hecho, nací sin eso (como todos), pero con la creencia que estaba destinado a obtenerlo (como algunos). Fracasé en el intento, del que no me arrepiento, y volví a la búsqueda. No me dedico a eso, evidentemente, sino nunca hubieran escuchado de mí. Me gusta jugar con mi propia nostalgia y añoranza de lo perdido (¿se puede perder algo que no se tuvo?). Y es esa ausencia la que motiva mi pluma.
Esa misma ausencia que se me presenta por las noches solitarias o con la brisa del mediodía. Esa ausencia que se cuela entre las canciones que escucho y me mira de reojo cuando miro una película romántica o termino de leer un libro sin contarle a nadie lo mucho que me gustó, o disgustó, su final. Y aun así sobrevivo, aún así escribo. Y me han salido cosas muy buenas, no voy a rebajarle el éxito a mi yo sin ausencias. Pero no se compara al yo ausencia-padeciente (así es, inventé un sufrimiento). Tan imposible es su comparación que, disculpe decepcionarlo, mi estimado lector; pero nunca ha visto a mi mejor (¿o peor?) versión plasmada en un escrito.
Sin embargo, esto nos lleva a una pregunta más que obvia: qué es lo que pasa si encuentro eso que me falta. ¿Dejaré de escribir? ¿Perderé la nostalgia? ¿Desaparecerá la pluma motivada por la ausencia? Son muchas preguntas que me hago, y hago que usted se haga, y por tanto yo mismo las contesto. Pero (y acá está el truco) respondo con otras dos preguntas. La primera y quizás engañosa, ya que si no me conoce bien no lo sabrá, es: ¿cómo sabe que todavía no lo he encontrado?
Y ahora apelo a usted, mi fiel y persistente lector (admiro que haya llegado aquí): ¿a quién le contará sobre esto que ha leído?
Quizás esa persona, o la ausencia de ella, dispare, para bien o para mal, la pluma con la que usted escribe.
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