Rojo sangre

 



Al principio lo tomé con calma. No me di cuenta, en realidad. Me compré una remera de ese color, después una mochila y más tarde un cuaderno. Cambié el color de mi lapicera y repinté mi auto. Compré un par de luces para cambiar el ambiente de la casa y repinté mi cuarto. Mi color favorito es el rojo. Y no cualquiera. El rojo sangre.

Claro que al principio era el rojo, simple y sencillo. Nunca fui de interesarme por la estética ni las combinaciones, y para mí el rojo era rojo, fuera más claro o más oscuro. Nada de carmesí, rubí, pasión u otras estupideces: yo con locos no me junto. Pero todo cambió cuando descubrí la sangre. No es que no supiera de su existencia, pero nunca la había mirado detenidamente.

Fue un simple sangrado de nariz. Me desperté así, bañado en sangre. Me toqué la nariz, que seguía chorreando, y me puse a contemplar cómo ese líquido fluía elegantemente por las pequeñas líneas de mi mano. Su movimiento, su color, su fuerza. Todo me seducía, todo me atraía, todo me llevaba a quedármela viendo por mucho tiempo. Hice los cambios ya mencionados para contemplar el color más seguido y continué como si nada. No le conté a nadie, no era más que una pequeña distracción. Pero no fue suficiente. Quería más.

Comencé con un pequeño corte una vez al mes. Ningún lugar peligroso, un costado de la mano o en la piel que rodea la rodilla. Después era uno cada dos semanas. Lo mantenía bajo control, nadie lo notaba. No me cortaba en el mismo lugar para evitar infecciones. La frecuencia aumentó cada vez más y los cortes eran muchos. La gente me preguntaba si tenía un gato, así que me compré a Blut, un adorable felino que me evitó sospechas.

Era normal, me repetía. Mantenía la obsesión (ya lo tuve que reconocer) bajo control, sin lastimar a nadie. Blut me sufrió un par de veces, pero era demasiado trabajo por solo unas gotas muy poco elegantes. Para balancear un poco el asunto, contraté un decorador que rehiciera mi casa con otros colores. Me consultó por el rojo, pero le dije que con locos no me juntaba y evité que supiera demasiado. La obsesión, repito, no lastimaba a nadie.

He recibido justificados insultos por quedarme quieto cuando debía ayudar a algún accidentado. Sin embargo, aprendí a excusarme: “soy hematofóbico”, repetía, casi como un mantra. Pero no era fobia, no. Era admiración. Aclaro: nunca se me ocurrió tomarla o bañarme en ella o cosas así. Eso lo hacen los locos. Yo no estoy loco. Solo quería mirarla, sentir su fluidez y experimentar la elegancia. Por eso, también donaba sangre. Ahí conocí a Violeta.

Superé la ironía de su nombre y la invité a salir. Nos veíamos cada vez más seguido, pero yo a casa no la llevaba nunca para mantenerla alejada de mi mundo sangriento. Sin embargo, empezamos a tomar confianza. Y aunque no me gustaba, dejara que limpiara la sangre de mis cortes. A veces ella aparecía con lastimaduras en las yemas de los dedos, y se los chupaba “para frenar la hemorragia”.

Me extrañaba su comportamiento. Violeta solo tomaba vino o sangría, y su plato favorito era la carne, jugosa. Hubiera jurado que, si pudiera, la pediría cruda. Un día, vestida toda de rojo, me pidió por favor ir a mi casa. Tomé los recaudos necesarios y la hice pasar. Allí, después de unas cuántas copas de vino, me confesó, como si nada, que estaba obsesionada con la sangre y que siempre quería más.

Se mordió los labios hasta que le sangraron y me empezó a besar. La aparté, horrorizado, y ella comenzó a reírse sonoramente con sus dientes teñidos de rojo. Me gritaba que ya sabía todo de mí, que por qué no compartir la obsesión. Podíamos ser imparables, decía, ser como Dráculas del mundo moderno.

Así que hice, otra vez, lo que tenía que hacer. Dejé a Violeta junto al diseñador y a Blut en un descampado, lejos de la ciudad y de las sospechas. Limpié cuidadosamente el cuarto rojo, vacié los baldes a medio llenar y guardé los frascos de las estanterías en mis valijas. Me hice un corte debajo de la rodilla izquierda, junté mis cosas y me fui de la ciudad. Yo con locos no me junto porque, repito por última vez, yo no estoy loco. A mí nada más me gusta el color rojo sangre.


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