Econometría para ángeles y tarados

 


Tarado: Tonto, bobo, alocado. Alguien torpe o con una conducta poco pertinente.

¿A alguien le gustará la palabra tarado? No en el sentido de usarla digo, sino que se la digan. Que la usen para definirlo. Creo que no. Es una palabra curiosa, su significado original tiene que ver con la tara genética. Un tarado, estrictamente, es alguien que tiene una tara física o psíquica, es decir, un defecto o discapacidad probablemente heredada. Se puede decir que un tarado es entonces, originalmente, una persona sufriente. Nada más lejos de la realidad actual de semejante vocablo.

El tarado actualmente es otra cosa. El tarado puede tener numerosas variantes. Está por ejemplo el tarado de mi hermano, cuando le dijeron ochenta y cinco veces que no juegue en el patio, regla que incumplió hasta que rompió tres ventanas de un pelotazo. También está el tarado de Marcos, mi amigo que se dio cuenta como tres años más tarde que Julieta le estaba tirando onda. “Te dijo cinco veces que quería tomar una cerveza y cinco veces dijiste que vayamos todos, tarado”, es una de las frases que más escucha cada vez que recordamos su mala fortuna.

Está también la tarada de mi compañera, esa que todo el día está hablando de lo mismo, que a nadie le importa. Pero no es nada comparada con el tarado de mi jefe, que todo el día tira comentarios impropios de su posición en el trabajo. Tampoco se queda atrás el tarado del colectivero, que cada vez que pega un volantazo hay que agarrarse a la baranda como Di Caprio cuando se parte el Titanic.

Como verán, tarado puede ser alguien necio, alguien lento, alguien insoportable, alguien desubicado o alguien poco cuidadoso. Hay más variantes, obviamente. Todos fuimos tarados alguna vez, sea porque lo fuimos en una ocasión o porque tenemos ese calificativo pegado a nuestra frente. Yo lo fui muchas veces, pero nunca fui tan tarado como en septiembre del ’94.

Era universitario, cursaba economía junto a otros 35 alumnos y Rocío. Y la pongo aparte porque no era humana, estoy seguro. Era una especie de ángel, una diosa que había decidido venir a cursar Econometría enfrente de la Plaza Houssay. No la describo únicamente porque no existen palabras para describirla. Solo voy a decir que, si se imaginan a la persona más linda que conozcan, ella va a estar por encima. Así de tarado me tenía.

Yo no sé cómo, pero logré acercarme a Rocío. Ahí fui todo, menos tarado. Nos sentábamos juntos, a veces estudiaba en su simpático departamento en Juncal y Billinghurst y de vez en cuando nos tomábamos un helado en la esquina de Viamonte y Pasteur. Todo como amigos, obviamente. Pero yo ya lo dije: me tenía tarado. Y creo que el único que lo sabía era Pastorutti, el profesor de Econometría.

Nunca vi un tipo tan malévolo. Me pedía que me sentara en distintos lugares y me hacía ir a buscar cosas. Me daba trabajos cada vez que hablaba y siempre me hacía las preguntas más difíciles. Quizás, en el fondo, también había notado el ángel que anotaba las clases con lapicera roja, y tenía miedo de que yo le ganara de mano.

Un día me harté. No aguantaba más tenerla a Rocío al lado sin que ella supiera lo que me pasaba. Así que aproveché una exposición oral que, obviamente Pastorutti me hizo hacer solo, para desplegar una cartulina que no hablaba de Econometría, sino de la historia de los ángeles y las leyendas urbanas sobre seres divinos que recorren las calles de Buenos Aires. Yo dije que me había encontrado con uno que me hacía sentir que yo era la única persona del mundo, que era el más gracioso, el más inteligente. Dije que tenía el poder de hacerme sonreír como nadie y sentir algo que jamás había sentido. Dije que su risa me iluminaba los ojos y que la avenida Córdoba florecía cuando ella la caminaba.

Terminé mi confesión de amor frente a treinta personas boquiabiertas y Rocío, que tenía su cara del color del helado de frambuesa que siempre se pedía. Pastorutti me miró con un gesto despectivo y dijo: “Usted es un tarado”. Todos se empezaron a reír y Pastorutti me echó de la clase. La materia la recursé y la facultad me catalogó como “el tarado de Econometría”. Salí del edificio cabizbajo, decepcionado y avergonzado. Y mientras caminaba por la sombría calle Junín, alguien me tocó el hombro.

“Sos un tarado”, me dijo Rocío, riéndose. Se mordió los labios y se acercó a mí. Me quedé inmóvil como por dos minutos. “Ahora es cuando me das un beso”, me dijo, casi reforzando el concepto de que, efectivamente, yo era un tarado. Así que, al final, Pastorutti tenía razón, yo siempre fui un tarado. Y a veces, en el laburo o en el colectivo, cuando veo a otros como yo, pienso en la pregunta que me hice al principio: ¿A alguien le gustará la palabra tarado? La respuesta la tengo cuando vuelvo a casa y veo a Rocío esperándome con un helado de frambuesa. “Sí, me gusta”, pienso. Soy el único tarado de Buenos Aires que logró que un ángel se quedara con él.

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