El ciclo del té

 


"¿Te conozco?"

Dicen que el amor es un ciclo, uno que tiene un principio invisible y un final manifiesto. El nuestro empezó con esas dos palabras, cuando entraste al bar con los amigos que yo estaba esperando hace media hora. Te sentaste lejos, pero tu manía de no dejar nadie afuera te llevó a hablarme. Volví a casa cabizbajo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida.

"¿Te cortó?"

La siguiente instancia del ciclo me tocó a mí, después de que viera con cierta incredulidad cómo se gritaban y él te dejaba llorando en un banco en medio de una plaza. "Nada que una invitación a un té no solucione", decía mi papá, y al menos esta frenó las lágrimas y reveló una mirada que no pensé que existía en nadie.

"¿Te acordás?"

La tercera etapa fue iniciada por mi primo, que mientras celebraba su casamiento y se tragaba su segunda botella de champagne se burló de cómo jamás me animé a invitarte a salir por supuestos códigos con alguien que no conocía y ya había quedado atrás. Confieso que llamarte después de tres años sin vernos y un tanto borracho no fue de lo más caballero.

"¿Te llamo?"

Aunque la distancia era solo de 20 cuadras y ocho horas diarias, era demasiada para nosotros. El teléfono se convirtió en un vehículo para estar cerca todo el tiempo, y confieso que, si los de la compañía telefónica nos escucharon, seguro revolearon los ojos por lo cursi que a veces se volvía la conversación. Pavlov hubiera estado encantado conmigo: sonaba mi teléfono y ya asumía que eso significaba tomar el té con vos.

"Te extraño"

Ya era común escuchar esta frase de tu boca o de la mía, y no había nada más lindo. Eran esos primeros meses (que después fueron años) en los que todo era de rosas y no había nada que quisiéramos que no fuera estar con el otro. ¿No es eso el amor? Quizás el concepto era equivocado, pero así lo entendíamos y así éramos felices. Nosotros dos, tazas de té y un imparable deseo de eternidad.

“Te extraño”

El ciclo, por primera vez, comenzó a frenarse. La vida misma nos enseñó que a veces teníamos que perder, arrojándonos derrotas que no estábamos dispuestos a aceptar. Las ocho horas y 20 cuadras eran excusa y muro, cada vez parecían más largas. Sin embargo, cada vez que las recorríamos era porque sabíamos que al final estaba esa caja que siempre estaba llena de saquitos de té.

“¿Te llamo?”

Las dos palabras que antes eran de cercanía ahora se volvían de emergencia. Una llamada era ya nuestro último (y después único) recurso para salvarnos, para amarnos y extrañarnos sin decirnos nada. A veces las llamadas duraban horas, horas de silencio y dolor hasta que alguno se quedara dormido o, simplemente, cortara para evitar ver cómo la rosa se marchitaba con cada segundo que se veía en la pantalla.

"¿Te acordás?"

El ciclo continuaba quemando etapas con cada té que tomábamos juntos, y entre los dos rememorábamos esos tiempos, no algunos en específico sino cualquiera menos el ahora. El presente ya no nos era un regalo sino las sobras del pasado, un estado de recuerdo y no de proyecto. Nos reíamos y nos limpiábamos las lágrimas de los ojos, sonreíamos con nostalgia y nos queríamos más a cada segundo, quizás porque nos quedaban menos minutos que saquitos de té.

“¿Te cortó?”

La novena parte le tocó a mi mamá, que me encontró llorando en el rincón del cuarto donde nuestras charlas sin fin se convirtieron en un final sin siquiera charlar por un minuto. Y desde allí comenzó el largo camino de olvidarte, aunque mi memoria jamás me dejó. Y todavía tomaba el té en ese lugar al lado de la plaza, mirando la silla vacía donde, entre lágrimas, me habías agradecido por llegar antes que nadie.

“¿Te conozco?”

Pasaron 38 años, cuatro meses y 30 días. Te vi en esa plaza con tus nietos, pero todavía espléndida. Tu marido estaba fumando en una esquina, mi esposa estaba de viaje. Me preguntaste lo que jamás te imaginé y fue ahí donde se cerró el ciclo. Y aunque después te acordaste y volviste a agradecer, decidí, por primera vez en toda mi vida, rechazar una taza de té.

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