Reflexiones trágicas



– ¿Qué estás esperando?

– ¿A qué te referís?

Estaba sentado en una parada de colectivo en medio de una calle vacía, adornada por las hojas del otoño y bañada ligeramente por la luz dorada del sol de la tarde.

– Por acá no pasa ningún colectivo, el recorrido cambió hace mucho. Estás esperando un imposible.

– Sí, ya sé – tenía la mirada perdida, no me miraba cuando hablaba. – Estoy esperando algo, pero no el colectivo.

Me dijo que era una larga historia, que no tenía por qué escucharla, aunque a él le gustara contarla. No era grande, tendría entre 40 y 50 años, pero su mirada parecía haber vivido mucho más que eso. Yo había salido a caminar, era uno de esos tantos arranques de nostalgia que me obligaban a respirar el aire de la calle y calmar mi soledad mediante el encuentro con desconocidos. Saqué mi cuaderno, me senté a su lado y le pedí que me hablara.

– Ya esperar es mi deber, aunque también mi culpa. Desde chico que me impuse esta tarea. Yo soy escritor, ¿sabés? Pero estaba enojado porque no tenía tragedias. Mi vida rozaba lo perfecto, y era inmensamente absurdo escribir sobre la estabilidad. El ser humano vive por a tragedia, ¿sabías? Disfruta del resurgir de las cenizas, del reponerse a la adversidad. A nadie le interesa la historia de alguien que estuvo, está y probablemente estará bien.

– Pero el escritor inventa historias. Ahí está su talento.

– Sí, pero uno solo escribe de lo que conoce. El escritor tiene ese inmenso beneficio de esconder sus vivencias entre palabras y nombres falsos. Y una tragedia solo se puede saborear si la escribió quien conoce de ella. El escritor sufre, y por eso escribe. Es lo mismo con el amor. ¿Cómo describir un romance perfecto sin saber lo que es tener el corazón roto después de amar sin límites?

– ¿Entonces estás esperando una tragedia?

– No, en absoluto. El amor es lo único que salva al hombre de una vida perfecta. Porque lo obliga a moverse, a incomodarse y a hacer cosas que uno no haría. La comodidad nos deja solos. Y yo simplemente me senté a esperar que venga esa persona que se convierta en mi misterio máximo. De hecho, un par llegaron. Pero estaba cada día más solo.

– Y tu vida dejó de ser perfecta.

– Es que no me daba cuenta. Las cosas me seguían llegando. Yo no iba por quien no venía. Dicen que el amor puede todo, y es verdad. Pero el tiempo sabe mucho más que el amor. Crear los propios momentos es esencial para no caer en la farsa del destino. Jamás pensé que se me acabaría el tiempo. Cuando quise darme cuenta, lo había quemado en páginas y páginas escritas hacia la espera.

– Estás esperando a una persona.

– Puede ser. ¿Al amor de mi vida, quizás? Es un concepto del que no quiero hablar, por miedo a haberme dado cuenta cuál es el nombre que llena ese espacio que siempre quise dejar en blanco.

– ¿Y por qué venís a la parada?

– Siento que ese colectivo va a venir. Y ahí va a pasar como pasa siempre. Te subís, mirás a tu alrededor y, entre tanta gente, va a estar esa persona. ¿No es así como funciona el mundo? Y allí me sentaré, a hablar de la vida y a contarle que mi tragedia terminó, aunque ambos sabremos que acaba de comenzar.

Lo miré a los ojos. Le di unas palmadas en el hombro y le dije que estaba profundamente equivocado. Me di vuelta y, antes de irme, le deseé suerte. Cuando estaba por doblar la esquina, escuché a un colectivo. Me di vuelta, y el vehículo se detuvo en una parada vacía. Sonreí. Saqué mi celular y escribí: “Sé que no nos conocemos mucho, pero hay un colectivo que me deja cerca de tu casa. Esperame ahí, te prometo que no voy a tardar”.

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