Conexiones etéreas de una memoria desgarrada



Sé que no estás conmigo, sé que te fuiste. Pero nadie sabe que todavía guardo tu foto en mi billetera. Billetera que está en el bolsillo del pantalón que me regalaste en mi cumpleaños anterior. Pantalón que no combina, según vos, con la campera negra que llevo puesta. Pero la uso porque ya llegó el frío y sino se cuela. Frío que invade la ciudad y las maneras de la gente en la calle. Calle que transito para poder llegar al trabajo. Trabajo para el que vos me recomendaste y al que ahora estoy llegando.

Saludo a mi jefe, ese que vos me dijiste que odiabas. Pero no tanto como odiabas la manera en que encorvaba la espalda cuando me sentaba en la silla. Silla en la que ahora estoy sentado, con la espalda derecha, para ponerme a trabajar. Trabajar como trabajamos día y noche para que nos quede perfecto el departamento que habíamos comprado. Departamento que ahora debe estar ocupado por una familia grande. Tan grande como la que querías vos, llena de hijos y de buenos momentos, de ese café juntos por la mañana. Café como el que me tomo ahora antes de irme del trabajo.

Me tomo el colectivo, ese mismo que va para tu facultad. Esa facultad donde nos conocimos, donde salimos por primera vez y fuimos a tomar unos tragos al bar de mitad de cuadra. Ese bar en el que me sacaste una sonrisa. Sonrisa que ahora encuentro inútil y escondo tras una gran bufanda. Bufanda de seda gris, que se mezcla con el lúgubre color de las nubes.

Esas nubes que cubren la ciudad. Ciudad que siempre amamos y recorrimos, ciudad que siempre fue melancólica y triste, pero ahora lo es más porque no te veo entre las gotas de lluvia que comienzan a caer. Lluvia curiosa que siempre te gustó, y que extrañamente atraías, porque siempre te empapabas. Como se te empaparon los ojos de lágrimas cuando te leí ese relato que había escrito sobre nosotros. Relato que ahora yace oculto, en la oscuridad de mi memoria. Memoria que ya se me hace oscura desde que no estamos juntos.

Estábamos juntos. Doblo en la esquina. Esquina como cualquier otra en la que deseo verte y preguntarte cómo andás, o saber de tu vida. Vida que ya se me hace lejana, que ya desconozco. La desconozco de la misma manera que no me conozco a mí, porque todos dicen que cambié, y que no soy el mismo. Pero soy ese mismo que estuvo con vos, ese que quizás no supo aprovecharte. Pero vos sí sabías aprovechar cada momento que teníamos juntos, quizás eras consciente, en el fondo, que no era para siempre.

No fue para siempre. Voy llegando y una chica me mira a los ojos, ojos que yo evito ver, porque si esa mirada no me llena como la tuya entonces no la quiero. Se da vuelta y se va, de la misma manera en la que hacés vos cada vez que te imagino. Imaginaciones que tu mamá me dice que tengo que dejar atrás. Pero a tu mamá no la dejo atrás, sino que llego y la abrazo de manera muy profunda. Profunda como la tristeza que tiene y que deja ver al leer tu nombre.

Me pregunta por qué ya no estás, por qué te fuiste. Pero mientras la abrazo sé que en el fondo estás presente, porque la lluvia de lágrimas cae, casi atraída, justo sobre el bolsillo de mi pantalón. Lágrimas que me hacen sonreír, porque sé que estás ahí, sonriendo. Como en tu foto, en mi billetera.

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