124 aburrimientos y un viento desaparecido

Llegué a casa, dejé las llaves en la repisa y el abrigo en el perchero. Todavía tenía el gusto de ese gin tonic un tanto pasado de gin en la boca. Prendí la luz tenue que iluminaba mi cuarto, busqué el block de notas entre los libros de mi escritorio y una lapicera, esta vez negra, de entre las muchas que había. En el ambiente, absoluto silencio.
Salí a la terraza, saqué el encendedor, prendí mi cigarrillo y me dispuse a escribir sobre la nueva cita fallida: la 124. Noté un pájaro azul, con la cara negra y un pico celeste, mirándome. Fijamente. Bajé la mirada, pero cuando la subí me seguía mirando. Miré mi reloj: 23:37, como siempre, esta vez del 8 de abril. En el ambiente, absoluto silencio.
Le di la primera pitada al cigarrillo, y el humo fue derecho hacia donde lo envié. Segunda, tercera, cuarta: lo mismo. No me sentía cómodo, por lo que giré mi cabeza para disfrutar de las últimas luces de una ciudad que despedía su decimoquinto fin de semana del año. Pero esperé una brisa que no llegaba. El pájaro seguía fijo. Me chupé el dedo, lo puse bien arriba en el cielo, y nada. Ni un solo atisbo. En el ambiente, absoluto silencio.
Inmediatamente me fui a la computadora a ver el pronóstico. Nada. Sin viento, en ningún lado, ni en la Ciudad, ni en la provincia, ni en el país. Fui más allá en el espacio: ni en el continente, ni en el mundo, ni en el planeta. El tiempo tampoco ayudaba: ni el presente ni el futuro daban cuenta del viento. El último día que hubo viento fue el 5 de diciembre. Me recosté en mi silla, lleno de preguntas: ¿No me había dado cuenta? ¿Por qué no recuerdo el viento? ¿Qué hizo que lo olvidara?
En el ambiente, absoluto silencio.
Al principio pensé en lo bueno que sería para el mundo: no más huracanes, ciclones, tifones y todas esas cosas. No se me van a volar las hojas del block ni me va a llegar el humo del vecino cuando quema las cartas de su ex. Pero con el paso de los días, la cosa no fue de la misma manera: las gotas de la lluvia no golpeaban en la cara salvo que mirara para arriba, no había nada que me conforte en una noche solitaria ni nada que se llevara el humo de mi cigarrillo. O que se llevara mis palabras vacías. Mi block de hojas permanecía en la misma página y no podía saber cómo se sentía hoy mi vecino. En el ambiente, absoluto silencio.
Empecé a investigar, alquilé libros sobre viento y me vi todos los documentales habidos y por haber. Busqué en la literatura, en la biología, en la geografía. Busqué en la filosofía, en la ingeniería y en la lengua. Y, aunque irónico, lo encontré en la matemática. Porque al hacer la cuenta, entre el 8 de abril y el 5 de diciembre habían pasado exactamente 125 días. Miré al exterior de mi casa, en busca de una respuesta. Nada. En el ambiente, absoluto silencio.
"124 salidas sin viento, raro que no lo haya notado", pensé. Comencé a repasar mis anotaciones: sin chispa, sin espíritu, sin picante, sin emoción, sin motivación, sin espíritu. Todos sinónimos de un mismo sentimiento ineludible. Más bien, la ausencia de este: nadie había logrado despertar algo en mi alma. Me senté a pensar en esa reflexión. En el ambiente, absoluto silencio.
Nadie me emocionó, nadie llegó a mis sentimientos. 124 citas, 124 decepciones, 124 sinónimos de nada. ¿Por qué yo siento culpa, si nadie logró despertar nada en mí? Qué sentimiento molesto, que malestar completo. La culpa no es dolor, es incomodidad: hay una puerta que sigue abierta, aunque queramos cerrarla. Ese remordimiento que carcome nuestras entrañas, no nos deja dormir ni estar despiertos, soñar o vivir, sentir o emocionarse. Pasé meses y meses con culpa. Por más que empujara, la puerta seguía abierta. Hasta que me harté de empujar. Y en mi mente fui hacia esa puerta, tomé el picaporte y la abrí, de lleno. Y ahí, del otro lado, estaba yo. En el ambiente, absoluto silencio.
Nos miramos, o me miré. Era la causa de mi culpa, la causa de mi decepción, la causa de 124 aburrimientos y un viento desaparecido. Como un retorcido espejo, mientras yo empujaba de un lado, también empujaba del otro. Y así la culpa, o la puerta, no se movía. Solo me vi por un momento. A diferencia del pájaro azul, al subir nuevamente la mirada, yo ya no estaba. Pero ese mínimo encuentro fue suficiente para que me dé cuenta de que, buscando el soplo de vida en alguien más, había perdido el mío. Buscando un alma que me cautive, me había olvidado de que la mía siempre había estado, pero no le había dado importancia y la había perdido en el camino. Una lágrima se deslizó por mi mejilla derecha y cayó en el block de notas. En el ambiente, absoluto silencio.
Salí a la terraza, saqué el encendedor, prendí mi cigarrillo y me dispuse a escribir sobre el descubrimiento de mi alma perdida. Noté al pájaro azul, con la cara negra y la cabeza celeste, mirándome. Fijamente. Bajé la mirada, pero cuando la subí, el pájaro ya no estaba. Miré mi reloj: 23:37, como siempre, otra vez del 8 de abril. Al lado de las alas del pájaro vi mis palabras, que comenzaron a volar nuevamente. Y esta vez, más alto que nunca.
En el ambiente, por primera vez, una leve brisa comenzó a sonar en mi oído.
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