Cotidianamente hermosa

 


La conocí en el trabajo, salimos en la ciudad y nos casamos en diciembre. Pelo morocho, ojos marrones, estatura promedio. No era excesivamente graciosa ni vergonzosamente tímida. No tenía una inteligencia sorprendente ni una mente particular. Pero en un mundo donde todo era aburrido, me cautivó desde el primer momento. No voy a hablar de mí, porque estos párrafos están dedicados a ella, pero tampoco es que yo fuera un tipo destacado en algún aspecto en particular.

Las sonrisas eran muchas, las peleas algunas y los desacuerdos ocasionales. Una pareja normal, con trabajos estables y vidas ordinarias. No éramos muy dados con personas con caracteres fuertes, y ayudábamos a los de caracteres débiles. Comíamos en restaurantes, viajábamos a distintas localidades y dormíamos en la misma cama. ¿Aburrido? No, normal. En la búsqueda del amor, el deseo de lo diferente agota, porque todo termina siendo igual.

A pesar de nuestra normalidad, nunca le dije que era cotidianamente hermosa. Primero, porque ella tenía una mala relación con la palabra hermosa, la calificaba de excesivamente cursi hasta el punto de que parecía un insulto. Eso no me importaba tanto, sinónimos hay y, aunque no expresaran exactamente lo que quería decir, se acercaban bastante.

El problema venía con lo de cotidianamente. Nunca se lo pude decir. No entiendo por qué, pero todos queremos ser exclusivos únicos, distintos. Que una persona sea cotidianamente linda es muy diferente a ser exclusivamente linda. Será algo mío, pero yo encuentro más belleza en la rutina, en lo ordinario. No hay lluvias muy diferentes entre sí, pero todas tienen su belleza particular y, aun así, general.

La mirada es de todos los días, no a veces. Y ella era eso, era todos los días, era la rutina de lo normalmente agradable. No tenía ninguna característica excepcional, y eso la hacía aun más hermosa. Todo era perfecto, porque nada lo era. De todas formas, lo reconozco: quizás no es el elogio más amable al oído el decir el “me gusta que nada de vos sea destacable”.

Cuando todos buscaban ser excepcionales, marcar diferencias, tener eso que eran ellos y nadie más, nosotros nos preocupamos por hacer excepcional la falta del otro. A fin de cuentas, en un mundo donde todos querían ser excepcionales, nosotros lo éramos por el simple hecho de no querer serlo.

Me molestó la mentira de decirle única o distinta, nunca la quise decir. Siempre dije la verdad a medias, apelé a tecnicismos para evitar caer en falsedades y así justificarme día a día que nunca le mentí. Es gracioso, pensaba que en alguna ocasión excepcional podría decirle que ella era cotidianamente hermosa.

Aún más gracioso es ahora cuando recuerdo, porque los humanos buscamos la excepción para manifestar lo que nos pasa todos los días. Como si la diferencia justificara la rutina y el cambio justificara la constancia. El escenario excepcional no es ese que nos pasamos horas buscando encontrar, sino ese que evitamos en la búsqueda del otro.

Escribir esto es una excepción, pero anticipo que se volverá rutina. En el fondo, lo cotidianamente hermoso se apegó a mí, de alguna manera u otra. No tuvimos hijo único, obviamente, tuvimos dos. Y ellos a veces me preguntan cómo es su madre, cómo la defino. Y les digo eso: su mamá era cotidianamente hermosa. Ellos lo entienden, estoy seguro. Alguna ayuda deben de tener.

Y aunque la excepción sea la muerte y lo cotidiano la vida, ella prefirió quedarse en la rutina pese a lo inevitable de la existencia. Porque ahora no solo veo belleza en ella, sino en el viento, en el trabajo, en levantarse temprano y en volver a casa a cocinar. Porque lo excepcional siempre cautivó, pero ella logró que absolutamente todo, desde abrir mis ojos a la mañana hasta pensar en su vida antes de irme a dormir, sea como siempre fue: cotidianamente hermoso.

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