Observaciones finales de un detallista experimentado



A mí me gusta el detalle. Siempre fui alguien perfeccionista, y no lo digo como algo bueno sino como algo mío. Odio esas películas donde el protagonista hace cruzadas épicas, grandes bailes o confesiones eternas con tal de conseguir a la persona que le gusta. Yo prefiero mirar a los ojos y sonreír. Eso es más que suficiente. Y, aunque el mundo está lleno de detalles, creo que encontré el detalle perfecto.

Me explico: en un principio era bastante exigente. Quería que todos los detalles existieran, algo bastante ingenuo de mi parte. Buscaba en las actitudes de cada persona con la que salía a ver si encontraba eso que me gustaba, y siempre encontraba lo contrario. Que no se le iluminaban los ojos al ver las luces de la ciudad, que no sonreía al escuchar su canción favorita o que no cerraba los ojos por un segundo para disfrutar de la brisa fresca al caminar junto al río.

Es que yo fui siempre así: me gusta saber de detalles. Sé cuando mi hermana se peleó con el novio porque se sienta de una manera rara en el sillón. Sé cuando mi hermano está mal porque no come y tiene la mirada perdida, al contrario de cuando le pasó algo bueno, porque ahí come y habla sin parar. Mi amigo llega tarde si vio a esa chica que se supone que no tiene que ver. Hasta sé cuándo mi jefe se peleó con la mujer porque llega con la ropa arrugada.

Los detalles casi minúsculos sirven para saberlo todo. Son pequeñas cuotas del futuro: todos saben que alguien está triste si está llorando, pero no todos lo saben cuando se ríe un poco menos. Es fácil darse cuenta si una persona está enamorada cuando habla de alguien sin parar, pero es más difícil notar que hay un ligero cambio de tono en su voz cuando está cerca de quien ama.

Es una habilidad que fui adquiriendo con el tiempo. A la larga, uno se da cuenta que las palabras siempre pueden mentir: la mente no siempre coincide con la expresión. En cambio, la mirada no traiciona. Esa mínima curvatura de los labios que no llegan a ser sonrisa tampoco. El mínimo segundo en el que el rasgueo de la guitarra se frena dice más que la canción entera. El cuerpo dice todo lo que la mente se preocupa en ocultar. Simplemente es una cuestión de detección.

No sé si me definiría como un detective, quizás un observador experimentado. Es algo a lo que ya no puedo escaparle: te estuve observando todo este tiempo. Hace dos cuadras quisiste agarrarme la mano, pero no te animaste. Te reíste de seis chistes que no eran graciosos. No te pusiste perfume, aunque siempre lo hacés. Evadiste mirarme a los ojos catorce veces. Tu pulso está acelerado, tus manos transpiradas y ya van más de cincuenta veces que te acomodaste el pelo.

¿Sabés por qué te digo esto? Porque sé que, al menos en el amor, voy a dejar de fijarme en los detalles. Apenas empecé a hablar, dejé de mirarte. En cambio, me miré a mí. Y lo único que encontré fue paz. Y para alguien que piensa demasiado todo, el silencio es agua en el desierto. Simplemente, sentí como, silenciosamente, mi mente y mi corazón se pusieron de acuerdo para estar en calma.

Siento que llegué, que acá termina mi viaje, aunque esté lejos de casa y todavía me falten muchos años de vida. No es que no me voy a mover de acá, sino que ya no le encuentro el sentido a seguir observando, buscando y pensando en no pensar. Aunque mi mente se preocupaba en seguir caminando, mi cuerpo me obligó a frenar, quizás para contemplarte a vos, o al final de mi camino (que, en el fondo, son lo mismo). El detalle perfecto, porque es el último, es que hace cinco minutos paré de caminar, porque mi travesía, inexplicablemente, terminó. Y vos, sin preguntar, frenaste conmigo.


Comentarios

Entradas populares