Lectura azabache

 


Siempre tuve facilidad con las miradas. El verse a los ojos nuca fue un problema para mí, siempre fui capaz de sostener la mirada e identificar lo que la otra persona estaba diciendo. Porque está todo ahí, siempre. Muchas veces entiendo lo que me dicen a partir de como miran. No es nada nuevo, casi todo el mundo sabe que muchas veces las personas no dicen lo que hablan, o no están de acuerdo con las palabras que salen de su boca.

Quizás era un poder, no lo sé. Simplemente podía, podía saber qué me decían o qué pensaban, qué anhelaban o qué odiaban. No se me escapaba ninguna mirada, ni la de mi mejor amigo cuando miraba a su novia ni la del colectivero cuando me cobraba el pasaje. Porque, así como las marcas en las manos determinan el trabajo, las miradas determinan la historia. Y puede que me equivoque en el pasado de algunos, la historia es tan fluctuante como traicionera y siempre da lugar a segundas interpretaciones. Pero no los sentimientos, no, esos no. Esos, para bien o para mal, se manifiestan con la mirada.

Ese poder, igualmente, no lo ocultaba. Siempre decía la misma frase: “Nos vemos”. Se la decía a mis viejos, a mis amigos, a mis hermanos. Se la decía al verdulero, a mi compañera de trabajo, a mi jefe. Se la decía a los colectiveros, taxistas, cajeros. Hasta se la dije a una exnovia que se iba a tomar un avión para nunca volver, quien claramente me miró y pensó en por qué decía eso si nunca más íbamos a entrecruzar caminos. Obviamente, eso lo supe al encontrarme con su mirada, su última mirada, que se mezclaba con un poco de nostalgia y desamor.

Mi poder nunca falló. Dicen que los ojos son las ventanas del alma, pero yo creo que en realidad son reflejo del corazón. El alma puede fluctuar, ir y volver (no por nada existen los desalmados), pero el corazón es fiel, honesto y transparente. Y yo era lector de corazones, profesión que nunca me vino bien a la hora de salir, ya que la lectura prematura me quitaba la incertidumbre y la adrenalina de los primeros momentos. En eso pensaba en una de mis tantas salidas por el barrio, a eso de las diez, la hora perfecta en la que las personas deciden cómo seguirá su noche. Ahí fue cuando me la crucé a ella.

Salí de casa, vi al portero con mirada solitaria, la de siempre. Le dije que salía, como siempre. “Nos vemos”, le dije, como siempre. Pasaron por enfrente de mí anhelos de gloria, sollozos de fracaso y felicidades reprimidas. Algunas miradas me evitaron, con miedo de que las descubra. Pero los corazones hablan sin preguntar a la mente. Aún más si pasa un lector a su lado. Y las personas me miran, inevitablemente, para contarme su historia en solo dos segundos, para mostrarme su sentir en menos de lo que tardan en pestañar. Pero mientras recolectaba sentimientos, se me pasó uno.

Lo sentí, lo sentí pasar al lado de mí y ocultarse, casi como una sombra. Giré sobresaltado y mi cara denotaba desconcierto. No es que se pudiera ver, la primera habilidad de un lector de corazones es no dejar que lean el suyo. Pelo negro y corto, a eso de los hombros. Camisa y pantalones negros, zapatillas del mismo color. Piel morena, esmalte oscuro. La sombra giró y me miró con sus ojos azabache.

“Parecés desconcertado”, me dijo. “¿Estás bien?

“Sí, sí”, le contesté. “¿Cómo me viste?”.

“Pasaste por al lado mío, recién. Te noté sobresaltado y…”

“No, no así. Pregunto cómo me viste, cómo supiste mis sentimientos”, exclamé.

“No te puedo decir eso, pero si querés te ayudo con lo que necesites”, me dijo, muy amablemente. Y sin dejar que le responda, comenzó a caminar conmigo. Me contó sobre su habilidad para interpretar los ojos, me explicó que en ellos no hay nada, pero sí detrás de ellos, en el fondo, casi sobre nuestra nuca. Me dijo que ahí se ve una luz, pequeña y casi imperceptible, pero si se la lee bien puede contar todo sobre los sentimientos del momento. “Soy intérprete de las luces humanas”, mencionó casi al pasar, casi pensando que yo no iba a notarlo.

Ni una vez que dije “nos vemos” estuve seguro de que iba a ver a la otra persona otra vez. La vida tiene esos giros inesperados y lo que en un momento parece certero se vuelve efímero en menos de lo que se tarda en leer una mirada. Pero después de caminar toda la noche, ella me miró a los ojos y me dijo: “Nos vemos”. “Sí”, le contesté, “estoy seguro de que nos vamos a ver”.

Se dio media vuelta y se fue, con las primeras luces del alba en sus espaldas. Me quedé viendo cómo su figura se iba achicando cada vez más, hasta que, casi imperceptiblemente, se volvió una pequeña luz en el horizonte.

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