Jazz
Se sentó, cansada, mientras él despedía al último invitado. Por alguna razón no se fue en ese momento. Ella le dijo que no se preocupara por ordenar, pero él, después de haberla visitado tantas veces, se sentía como en su casa. Se dirigió a la biblioteca, desempolvó un vinilo de jazz y lo puso en el tocadiscos. Sacó un vino tinto, lo sirvió en dos copas un tanto grandes y la miró con picardía. Se dirigió al sofá, bailando al ritmo de las trompetas y la batería.
Ella lo miró. Estaba un poco más gordo. Notó que no había llegado a afeitarse y, al parecer, tampoco pudo planchar la ropa. Le molestó que ponga sus amarronadas zapatillas blancas en la mesa y tomara vino sin cuidado alguno por el sillón, que no había notado que era nuevo. Suspiró.
− Estás otra vez con lo mismo, ¿no? No te podés sacar de la cabeza a tu propio invento, Camila. Ya te lo dije mil veces: no va a llegar nunca ese que buscás, comparás a todos con un fantasma. Y no me digas que no te importan los defectos, que nadie es perfecto y que el problema es que no llegó el que estabas esperando. Tuviste la chance de tomar casi todos los vinos que existen, y ninguno te gustó.
− Me molesta extrañarlo, es eso. No lo conozco y lo deseo, no sé si está viniendo y lo espero, no lo vi nunca y lo sueño. Me encanta esta parte – dijo, y se puso a sacudir la cabeza al ritmo de una pandereta.
Le dio dos tragos al vino y la miró. La había querido tanto que no podía quererla más. Le guardaba cierto rencor, el necesario para no enamorarse más, y también para verla con un dejo de pena. Cerró los ojos, se dejó llevar por el piano y musitó el estribillo.
− Igual, creo que vale la pena, ¿no? Tanta espera debe tener un buen resultado. Y cuando llegue voy a ser feliz y voy a reírme de días como este. No golpees la mesa, por favor.
− ¿Por qué?
− No… No sé. No la golpees y listo.
Él siguió imitando los tambores con sus dedos índices mientras miraba el decorado bohemio, que se contradecía con la personalidad de Camila. El reloj marcaba las 20:38.
− ¿Quién te dijo eso? ¿Si llega “rápido” es peor que si tarda? ¿Vale menos un amor inmediato? ¿Lo merece menos alguien que ya se había enamorado? Bajá a la realidad, Camila. No existe nadie perfecto para vos, ni tampoco un imperfecto que esté en camino. El amor es coincidencia pura, y a vos te gusta llevarle la contra a todos. Y ni siquiera sabés por qué.
Un contrabajo se diluía en el fondo de su copa de vino. La sacudió, porque en algún lado vio que eso servía para algo. Le molestaba mucho no entenderlo, porque él parecía saber exactamente qué era lo necesario para ser feliz en el amor, pero siempre estuvo solo. Le parecía hipócrita. Tamborileaba los pies, no sabía si por la música o por estrés.
− Vos tampoco sabés por qué, Matías. Te las pasás corrigiéndome, pero nunca mirás para adentro. Por algo te rechacé dos veces.
Los platillos empezaron a sonar más rápido, una corneta lideraba y unas trompetas le respondían.
− ¿Por qué?
− Dejá de preguntarme por todo.
La música se aceleraba.
− Si ni vos te entendés. Yo quiero que te cuestiones algo, al menos algo – respondió, enojado, y se sirvió otra copa de vino. Camila empezó a tomar del pico de la botella. Un trombón magnificaba la escena.
La trompeta, la batería y el contrabajo pedían un baile violento que nadie hacía. El segundero del reloj parecía ir más rápido.
− No puedo, Matías, no puedo. Vos estás convencido que me podés cambiar la vida porque me creés inexperta, pero el inexperto sos vos. Todo el día teorizando, Matías, todo el día hablando del amor, pero a la noche siempre terminás quejándote porque nadie te entiende. ¿Por qué seguís viniendo?
Un vendaval de instrumentos volcó una copa de vino, él se levantó y lanzó un almohadón por el aire.
− ¡No sé! – gritó. – Quizás si te sigo hablando logro entenderte. No entiendo cómo te puedo haber querido tanto, si me da pena tu forma de amar. ¿Y si estamos hechos para estar juntos? ¿Nunca lo pensaste? Igual, no sé ni para qué me molesto. Me habrías vuelto a rechazar.
La música era un desorden y la casa también. Ella se abalanzó sobre él y lo besó violentamente.
− ¿Eso te parece un rechazo? – lo miró desafiante. El jazz seguía sonando a todo volumen. El vino, que se había derramado en la alfombra después de dejar una mancha en la mesa de madera, se saboreaba entre sus labios.
− Yo también sufrí. A veces duele más rechazar que ser rechazado, Matías. ¡Me detesto por rechazarte! – exclamó, y estalló en lágrimas.
La abrazó y un solo de piano finalizó la canción y el momento. Todavía quedaba un poco de vino en la botella, y decidieron, una vez más, terminarlo.
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