Nebuloso



Campos y Larralde están sentados en la parada del colectivo. Las luces de la calle están difusas por la niebla. Ambos sienten que todo está mojado y asumen que es por la humedad. Campos mira a Larralde, con un cigarrillo prendido entre su dedo índice y su dedo mayor. No lo fuma, pero lo mantiene en su mano mientras se consume. Larralde mira a lo lejos, como si con su mirada pudiera hacer que el colectivo venga más rápido. Campos pestañea y Larralde desaparece.

El sobresalto de Campos no duró lo suficiente. Larralde se había sentado. Campos suelta aire por su nariz y se moja el rompevientos contra la pared. No hay viento, pero las hojas de un arbusto se mueven para un lado. Campos juguetea con un encendedor que accedió a sostener. Está nervioso, pero no dice nada. A Larralde Campos le parece un imbécil, pero tampoco dice nada.

− ¿Vos creés o no, Larralde?

− ¿Si creo en qué?

− En los fantasmas. O en espíritus. Para mí son lo mismo.

− ¿O sea que vos creés?

− No… Bueno, no sé. Puede ser.

Campos se sonroja porque ahora se siente como un imbécil. Larralde lanza un resoplido descontento y apoya la cabeza contra la pared mientras cierra los ojos. Campos se refriega los suyos y ve a los pasajeros del colectivo con los ojos cerrados. No le gusta que Larralde piense que él es un imbécil. Empieza a golpear el dedo contra su maletín, simulando un ritmo que Larralde no acompaña.

− ¿Nunca te pasó algo sobrenatural?

− ¿Nunca esperaste el colectivo en silencio?

Campos frena y mira para afuera, pero vuelve a mirar el camino. Él siempre saluda, pero nadie hace más que decirle su destino. Larralde solo quiere llegar a su casa y sentarse a ver televisión con su hijo. A Campos le gustaría hacer eso, pero no tiene hijo. Campos sonríe porque una brisa acaricia su cara. Larralde lanza un par de insultos al aire porque se vuela su sombrero. A Campos le parece raro que una brisa tan leve le haya volado el sombrero.

− Si existen son invisibles. Un fantasma no puede ser visible y disimular su fantasmidad.

− Fantasmidad no es una palabra, Campos.

− ¿Pero entendés a lo que me refiero?

− Voy al cementerio, Campos, al cementerio.

A Campos no le gusta la vibración del túnel. A los pasajeros tampoco. Campos no quiere llorar, pero a veces se siente solo. Tiene que limpiar los vidrios con un pañuelo, porque con la humedad y la niebla se empañan. Y con la niebla llega el colectivo, que frena justo donde él está parado.

− Al fin. No venía más.

− Nunca vino, Campos.

Campos decide subir primero al colectivo. Al tiempo que pone el pie en el primero de los dos escalones, pisa el vacío y cae de cara al asfalto. Se limpia el barro de la mejilla derecha y levanta la mirada, solo para ver la calle vacía. Campos se siente como un imbécil, aún más que antes. Larralde no está. Se hace sonar los dedos y comienza a tararear una melodía mientras mira para los costados, atento a nuevos indicios de fantasmidades.

− Agradecería si pudieras mantener el silencio reglamentario.

Campos se calla, porque el pasajero tiene razón. Estaciona el colectivo y se saca la corbata, pensando en que su hijo lo espera. Cierra los ojos por un segundo.

− Tenés que estar atento por si viene el colectivo, Campos.

− Sí, perdón. Es que estoy un poco cansado.

­− Imaginate yo, que todavía no terminé.

Campos no entiende a Larralde, que ahora maneja el colectivo mientras piensa en que a veces se siente solo. Campos echa un suspiro y la ventana, mojada por afuera, se empaña por adentro. Larralde mira para su lado y le parece rara la repentina mancha de humedad en la ventana. Campos se sienta en la parada, mira la parada y ve que está vacía. Larralde frena, quizás por costumbre o nostalgia, aunque ya, desde hace un tiempo, no haya nadie esperando.

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