Cuando mueren las mariposas
Siempre relacioné el olvido con la muerte. Y no por toda esa parafernalia de que uno realmente desaparece cuando ya nadie sabe que existió y demás. Por más cierto que sea, no es eso lo que me hizo pensar en la relación. En realidad, fue una mariposa. Yo era chico y una mariposa se posó en mi brazo. Me reí, la miré, pregunté por ella y la dejé volar. Me olvidé de que existía. Y me senté encima de ella. Pobre bicho, su último suspiro lo dio mirando las nalgas gordas propias de un nene de 10 años con un ligero sobrepeso.
Ni siquiera me molesté por la muerte de la mariposa, hasta me enojé porque mamá me retó por las nuevas bermudas blancas ahora manchadas en la cola con los interiores del bicho. Y le dije que no me senté arriba a propósito, sino que había muerto porque yo me había olvidado. Y me juré jamás olvidar. En un principio por las bermudas blancas. Después por la mariposa. Y finalmente por la muerte.
“Te acordás de las cosas inútiles”, me decía mi amigo. A mí no me parecía inútil. Intentaba acordarme de todo lo que tenía vida, así no lo mataba. Las anécdotas, los libros, las películas, las personas. Mi mente no era normal, hasta llegué a pensar que era una especie de Hombre Mariposa que había adquirido superpoderes porque una me había mordido la cola. Después encontré que las mariposas no pican, pero que sí tienen memoria de su vida pasada como orugas.
Dicen que el olvido se genera por un espacio limitado: cuando en nuestra mente entra algo nuevo, algo tiene que salir. Siempre le escapé a esta idea, sobre todo porque en mi cabeza entraba todo y con comodidad. Podía olvidarme de dónde había dejado las llaves, no iban a morir. Pero no podía olvidarme del asesinato desafortunado de la mariposa, porque allí dejaría de tener una razón por la que recordar y mi supuesto superpoder desaparecería con ella.
“No puedo estar con vos si no te olvidás de tu ex”, me dijo una novia que se llamaba Sofía y vivía en Banfield. Fue en vano explicarle que, si olvidaba a mi ex, la pobre mujer moriría. Claro que cuando me pidió que lo hiciera de todas formas, no me pareció sano estar con alguien que le deseaba la muerte a una persona que no conocía.
Decidí tener pocos amigos y no moverme mucho. Cuanto menos conociera, menos oportunidad de muerte tenía. Si comenzaba a conocer, comenzaba a recordar, y eso ponía un peso sobre mis hombros que no quería tener. Pero llegó ella, con sus ojos verdes que se disimulaban entre su pelo morocho. Fumaba solo los jueves a la noche y era fanática de las películas de terror. ¿Por qué decidí recordarla? Un tatuaje en su brazo derecho. Apenas visible. Eran dos mariposas.
Le pregunté por qué y no supo contestarme. Pero sí las miraba con atención y me repetía que al mirarme tenía mariposas en el estómago. Nunca me gustó esa frase. Aunque sé que era simbólica, el solo imaginarme a las mariposas muriendo de asfixia revolvía mis entrañas y me devolvía a los 10 años una y otra vez. Y aún así, me enamoré, y nos pasábamos los días acurrucados mientras yo acariciaba su brazo derecho. Puedo jurar que las mariposas se movían un poquito.
Comencé a olvidar. Y estaba feliz de hacerlo. Quizás mataba películas o desaparecían algunos libros. Pero ya no me preocupaba por recordarlo todo y me centraba en ella, en sus ganas de conocer todas las librerías de la ciudad y su risa cada vez que me negaba a compartirle la receta de las galletitas que le hice en su cumpleaños. No recordaba la receta, pero tampoco las galletitas. Quizás ya jamás nadie las volvería a hacer.
Dicen que quien ignora es feliz, y con ella dejé de estudiar y comencé a aprender de lo que hacía. Quería recordarla siempre, en todo momento, como para tenerla presente. Finalmente me hice de valor y compré un anillo con la palabra “mariposa” grabada en su interior. Cuando lo aceptaste me agradeciste, y me dijiste que lo recordarías toda tu vida. Pero quedé solo en el altar.
Me sentí olvidado. Sentí que iba a morir. Le tuve miedo al paso del tiempo: si ella no me veía me borraría de su mente, y así yo desaparecería del mundo real. Pensé que no existiría ni siquiera en sus recuerdos. Jamás amé a nadie más, la recordaba demasiado. Y un día nos encontramos en la playa. Tenía un vestido blanco y los brazos al descubierto. En su brazo derecho no había nada. Las mariposas habían muerto y, de repente, me encontré hablando frente a una mujer de la que, inexplicablemente, no conocía ni su nombre.
Y ahí entendí que no recordamos porque existen las mariposas, sino que ellas existen gracias a nuestra memoria. Y, cuando mueren las mariposas, no ataca el olvido, sino que, simplemente, la tristeza nos arranca las ganas de recordar.
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