Paralelos



Dicen que las líneas paralelas nunca se tocan. Son dos líneas de historia triste, corren siempre al lado de la otra, pero nunca se van a poder juntar. La distancia es tan ínfima como inmensa. Encima, como son líneas, su recorrido es eterno. Es casi una oda a esas personas que están hechas para enamorarse, pero no para estar juntos. Creo que de esos casos hay muchos, muchísimos. Incontables. Y yo, obviamente, no soy la excepción.

Nos cruzamos por primera vez en la entrada del edificio donde trabajaba. La distancia física fue mínima, la distancia mental era enorme. Nos vimos a los ojos por unos minutos nomás, intercalando miradas con distracciones y evitándonos intencionalmente. Solo escuchamos el “hola” y “hasta luego” protocolares para quienes se ven en los ascensores. Mi “hasta luego” fue automático, el suyo fue sentido, como si realmente esperaba que nos viéramos después. Y así fue.

A la salida del trabajo, pero de la semana siguiente, fuimos líneas paralelas por un rato. Con la mala fortuna de que la vi cruzarse con otra línea (u otra persona, a esta altura son lo mismo). En el colegio nunca le di importancia a las perpendiculares, pero en ese momento la perpendicularidad me dolió un poco. Es que a veces uno siente eso, ¿no? El famoso “esta podría ser”, aunque solo hayamos visto unos minutos de su vida u oído pocas palabras de su personalidad.

El “podría ser” es una herramienta potente: si fracasa fue un simple error como cualquier otro, pero si es exitoso se convertirá en un “lo sabía”. El mío en ese momento fue un error y las simples reglas de la geometría me lo habían demostrado. Como también fueron errores otras personas que vinieron después de ella, con quienes crucé las líneas de mi camino cuando debería haber sido paralelo o, simplemente, inexistente.

Pese a esa eventual perpendicularidad que distanció nuestro recorrido, nuestras líneas se hicieron cada vez más cercanas y nos empezamos a ver más seguido. Hablábamos, comprábamos café o nos acompañábamos a nuestros hogares. Coincidíamos en gustos musicales, en principios y en finales. No es necesario alargar la historia que ya era larga de por sí: las paralelas nunca jamás se cruzan. Las coincidencias no son signos ni significados, son destellos de paradoja en el mapa geométrico de la existencia. Y luego de años de cruzar caminos con otras personas y evitar el que creíamos nuestro, nos dejamos de ver.

Pero ayer, sin embargo, la vi de nuevo. Caminaba por la calle de enfrente. No sé si me vio, pero fuimos para el mismo lado. Cruzábamos en los mismos semáforos y dejábamos pasar a la misma gente. Íbamos lento, derecho. Paralelos. Me miró, me hice el que no sabía que allá estaba. La miré, y ella hizo lo mismo. Unas cuadras más adelante reconocimos oficialmente que nos sabíamos paralelos. Y puedo jurar que esa calle jamás terminaba.

Nuestro camino era recto, nuestra mirada oblicua. Me sentía obligado a seguirle el paso, ya me había pasado de mi destino hace rato, pero también sentía que mi destino era seguir esa línea imaginaria que mis pies no querían dejar de pisar. ¿Era una coincidencia o una meta compartida? ¿Éramos paralelos, o existía una ligera tendencia a cruzarnos? La geometría, muchas veces, hace honor al destino.

Pero de repente, sin preguntarnos, la calle tuvo un final. Más bien, se dividía: su vereda iba por un lado y la mía por otro. Doblábamos para siempre, nuestras líneas irían en sentido completamente opuesto. Y si algo sé, es que no hay que jugar con las leyes de la geometría. Así que respeté su mandato. Seguiríamos separados, distanciados por un pasillo imaginario que nos haría siempre paralelos.

Giré mis ojos una última vez, como para comprobar que la verdad de las paralelas no iba a dejar de ser de esa manera. La vi mirándome, vi cómo giraba sus pies hacia mi dirección, dispuesta a atravesar ese maldito pasillo. No quería mirar, pero no quería dejar de ver. Sus pies se posaban en el cordón, dispuestos a dar el salto, a romper con la geometría que tanto nos había atormentado. Mis pies iban lento, los suyos rápido. Si las líneas son un conjunto de puntos y los puntos son hechos, entonces este punto iba a cambiar la dirección de mi camino.

Puso un pie en la calle y me miró. Puso el otro pie y me sonrió. Mis pies dejaron de caminar. Frené, o el mundo frenó. Y cuando todo parecía ser un nuevo punto de inicio, o el instante último de un punto final, choqué. Choqué de frente con alguien que no esperó mi freno. En el piso, miré a quien había ocasionado que el mundo siga cuando quise frenarlo. No necesité mirar para el costado.

Y así nos conocimos. Fue quien me mostró que el mundo no frena por una paralela rebelde. De esa línea que quiso romper las normas ya no sé nada. Las leyes de la geometría no mienten: quienes dicen que las líneas paralelas nunca se cruzan tienen razón. Porque si las líneas de nuestra vida son perpendiculares, lo serán siempre, desde el inicio hasta el final. Y seremos paralelos con mucha gente. Solo hay que tener una cosa en claro. El amor no es, ni nunca será, un simple conjunto de coincidencias.


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