Un viento
Uniforme, zapatos, sonrisa y maquillaje. Aeropuerto, discurso, vuelo y aterrizaje. Llegar a su casa, saludar a su novio, otro del montón. Llenar el vacío con un poco de emoción. Taxi, auto, colectivo. Movimiento. Eso era su vida: movimiento. La adrenalina y el frenesí la mantenían alerta, concentrada o, más bien, olvidada. Pero en el fondo sabía que el recuerdo no escapa a esos que desean olvidar.
Salió a la calle con las ojeras de siempre. El sueño se había vuelto un padecimiento más que un escape, y ya nada podía hacer que por al menos seis horas no existiera. Hoy era un día cualquiera de otoño. Su ahora exjefe lo había citado para arreglar temas burocráticos. Temas que no deseaba, pero que sabía necesarios. Sus ganas de evitar los aviones lo habían dejado sin trabajo. Su jefe nunca fue un tipo pacífico, y lo citó al único aeropuerto al que deseaba no volver jamás. Se subió al colectivo y cruzó miradas con una chica que lo miró con un poco de pena. Apenas le salió una leve sonrisa antes de sentarse con la cabeza apoyada en la ventana.
Ya no sabía ni qué día era. Se subió al avión y dio su discurso de rutina, con el único objetivo de sentarse a descansar. Dicen que el amor mueve a las personas, pero ella únicamente se movía para olvidarlo. El descanso, aunque necesario, significaba pensamiento. Y pensar, muchas veces, duele. Por eso le agradeció a su compañera cuando le dijo que no se siente, porque el vuelo era muy corto y tenían que repartir bebidas. Ya no sabía ni a dónde iba.
Sacó su libro. Uno de desamor, como todos los que leía. Hubo un tiempo en el que prefería otros, pero la vida le había enseñado que las chances son pocas y el desaprovecharlas significa un castigo de melancolía duradera. Seguía soltero, su estado civil se había convertido casi en un estado vital que detestaba, pero era un papel que entendió que debía cumplir. Los enamorados del amor están destinados a sufrir los desencuentros de la existencia. Una hoja, más naranja que el otoño mismo, se pegó en su ventana. Vio para afuera y se dio cuenta que se tenía que bajar. La chica lo miró de nuevo y extrañamente, lo saludó, sonriendo con la mirada. Puso un pie en el asfalto y los sonidos de la calle lo envolvieron nuevamente.
Vio las primeras casas que indicaban que la ciudad comenzaba. A lo lejos, el centro de la ciudad se teñía de un color cobrizo, ayudados por las nubes grises del otoño que cubrían el cielo. El avión no había tomado mucha altura y ella no pudo disfrutar del sol, ese sol que tanto sana cuando se necesita luz. Tomó un vaso de agua, igual a ese que hace mucho tiempo había entregado como si fuera una confesión de amor. Hoy era simplemente uno como cualquier otro. El avión comenzó a descender. Pero su mirada reconoció los edificios de la ciudad y su corazón comenzó a latir rápidamente.
Llegó al aeropuerto y bajó el cierre de su campera verde, esa misma que no había usado más que en ese lugar donde perdió el amor que, en realidad, jamás había tenido. Su jefe lo vio a lo lejos y lo saludó. Le pidió disculpas por el lugar de su encuentro, pero le explicó que su hijo llegaba de un viaje y no podía dejarlo solo. Comenzó a contarle los procedimientos del despido, las oportunidades que tenía y muchas otras burocracias que poco le interesaban. Su mirada se desvió hacia las azafatas que salían de una puerta. No les vio la cara porque giraron hacia el lado contrario, pero se quedó con una, de cabello naranja como un otoño cualquiera. Pensó en ignorar a su jefe, en ir a preguntarle a esa mujer quién era y por qué quería recordarle ese imposible esquivo que tanto le dolió. Pero no hizo nada.
Saludó a cada uno de los pasajeros con su sonrisa protocolar. Dijo hasta luego, aunque sabía que no los vería luego, ni nunca más. Solo un hasta luego había sido en serio y terminó siendo una mentira. Se recogió el pelo y lo ocultó bajo un sombrero, pero su nuca quedó al descubierto. Salió del avión, atravesó las distintas puertas y se dirigió con sus compañeros a un restaurante, ya que en pocos minutos debía embarcar nuevamente.
Era consciente de que el amor no es el que lastima. Al contrario, es la falta de amor, su ausencia y su memoria la que duele. Cuando uno tiene amor, tiene todo. Sus amigos le habían dicho que no se meta más ahí, que le había ido lo suficientemente mal como para saber que no debía volver. Pero él sin amor decaía. El mundo le había quitado la esperanza y solo una persona se la podía devolver, pero sabía que era imposible. Saludó a su jefe, se subió el cierre de la campera y caminó hacia la salida.
Pasó por el patio y un viento le golpeó la cara. Unas hojas se mezclaron con su pelo y giró la cabeza para sacárselas de encima. Y a lo lejos vio una campera verde. Lo vio a él. Se alejaba, como la última vez, esa que se tomó un taxi para siempre y nunca más. Comenzó a caminar. Aceleró el paso, se chocó con algunas personas. Alguien la insultó. No le importó. Dejó de caminar rápido y comenzó a trotar. Las piernas le flaqueaban y el corazón latía más rápido que nunca, pero el trotar se transformó en correr. Solo existía una dirección en su vida y nada podía desviarla.
Pensó en mirar una vez más para atrás, como para despedir ese lugar que tan feliz y miserable lo había hecho, pero prefirió no sufrir. Ya había tenido demasiado, y el volver a ese lugar le había quitado un poco el peso de la vida, pero le había devuelto el recuerdo, por lo que decidió no alimentarlo. Venía un taxi y lo paró.
No llegaba. Sus piernas iban lo más rápido que podían, su corazón no podía más. Se escapaba el amor de su vida y no llegaba a tiempo. Abrió la puerta del taxi. Intentó gritar, pero nada salió de su boca. Suspiró, y miró por última vez a la pista. Atravesó la puerta del destino, deseando que no fuera ese que el tiempo prometía. Un avión despegó. Vio como seguía el avión con la mirada. Siguió el trayecto del avión y sus ojos se posaron en ella. Lo vio mirándola. Había llegado.
Cerró la puerta del taxi y se acercó a ella, vergonzoso. ¿Cómo saludar a alguien que no conocía, pero la sabía de toda su vida? ¿Qué decirle al amor que tanto lo había esquivado? Se empezó a poner nervioso. La miró con incredulidad. ¿Cómo podía ser que fuera ella? ¿Cómo podía ser que el único día que fue a ese maldito aeropuerto ella apareció? El tiempo y el amor rara vez se conjugan, pero esta vez le habían mostrado el camino con un avión despegando en un otoño cualquiera.
“Ho..Ho…Hola”, le dijo, risueña. “Tanto tiempo”, le respondió, con una sonrisa. Comenzaron a caminar, sin destino, porque acababan de llegar al suyo. Se dieron la mano, y se juraron un amor con urgencia, pero sin apuro. Hablaron de sus detalles y no de sus rutinas. Discutieron acerca de la primavera y se esperanzaron por el invierno. Se prometieron el mundo a través de la mirada. Bailaron con sonrisas, soñaron con el viento y descansaron en un abrazo. Entendieron que la promesa del amor es verdadera, pero que la espera es larga y dolorosa.
Escribió su número en un papel y se lo dio. Y aunque no quería irse, su otra pasión la llamaba y no podía faltar. Sabía que él entendía, porque cuando el amor es profundo las pasiones son muchas y se comparten. Se dieron las manos, exactamente como había empezado todo. Y le dijo, con más sentimiento que nunca: “Hasta luego”.
Agarró el papel con su mano y lo apretó bien fuerte. Soltó las manos de ella, por última vez. La vio perderse entre la multitud. Vio el avión transitando la pista de despegue, arrancar y levantar sus ruedas del suelo. Y el viento del avión le quitó el papel de la mano. Y se lo llevó lejos, y se perdió entre la multitud. Lo vio irse, con dos lágrimas en los ojos.
Se subió a un taxi y, esta vez, dejó la ventana abierta. No tuvo miedo, porque, sonriendo, entendió que había sido libre. Recordó su cabello cobrizo y sus ojos de zafiro y de alguna manera supo que iban a volver a encontrarse. Y, mirando para afuera, la vio volar, junto al viento que mueve las hojas de un otoño cualquiera.
Comentarios
Publicar un comentario