El café de las ocho y cuarto

 


No me gusta el café. Para nada. Ya partimos del punto que es una bebida negra, misteriosa, oscura. Y encima le ponen leche, azúcar, crema, o cualquier otra cosa para disimular ese sabor amargo que deja un aliento horrible. Repito: no me gusta el café. Pero tomé uno todos los días, por casi cinco años.

Era una mañana de septiembre, de esas que te obligan a llevar abrigo que después vas a cargar durante el mediodía. Había salido excesivamente temprano para llegar con tiempo a mi primer día de trabajo, así que, cuando llegué, me di cuenta de que tenía que hacer tiempo. Serían alrededor de las ocho y cuarto. Me metí en una confitería que parecía estar ahí hace más de 50 años y me senté en una mesa en el fondo, al lado de la ventana. Afuera estaba el ruido de los autos, las bocinas y la gente. Adentro, tazas y platos tintineaban acompañaban al olor a medialunas y al calor de la cocina.

– ¿Le sirvo un café?

Una voz melódica me hizo una pregunta. La miré y divisé unos ojos verde manzana entre cabellos rubios. Ella miraba para afuera, casi apurada por irse, aunque seguramente acababa de empezar a trabajar. Era petisa, pero tenía manos y piernas largas. Su rímel estaba corrido y su pelo despeinado. “Mañana difícil”, pensé, pero justo en ese momento empezó a golpear su lapicera rosa contra su anotador, en una clara señal de que le conteste.

– Sí… Sí –le dije, aunque ya me había olvidado qué me había preguntado.

Se fue rápidamente y me quedé mirando su camisa blanca y pantalones negros, sus zapatillas gastadas y sus manos limpias de anillos. Volvió con una taza sorprendentemente grande entre manos y un pote de azúcar.

– Que lo disfrutes.

– Gra..gra.. – empecé a trabarme como un nene que estaba aprendiendo a hablar – Gracias. ¿Puede ser un poco de azúcar?

Me miró, se rio y se fue. No entendí por qué se reía, hasta que miré el gigantesco pote de azúcar que tenía al lado mío, junto a la inmensa taza de café negro como el carbón. Tomé aire y me lo zampé de un trago. Promesa de explosión en el trabajo, pero nada de vergüenza en la confitería.

– ¿Te gustó? – me preguntó, quizás extrañada por mi velocidad para ingerir semejante bebida.

– La verdad que no, tengo la garganta en llamas, el estómago a punto de implosionar y tengo un gusto en la boca que es más amargo que mate de diabético – le tendría que haber dicho. Pero ella tenía algo que no me permitía decir que no.

– Sí, sí, muy bueno – dije, mientras me limpiaba el grotesco hilito de café que se me escapaba por el costado de la boca.

– Tendrás que venir más seguido – contestó, con una sonrisa traviesa.

Me reí y casi se me escapa por la nariz el café que tenía en la garganta, pero me contuve. Dejé muchísima más plata de lo que salía esa bebida demoníaca y me fui, pero con una cosa en la cabeza: iba a volver. Y así lo hice.

Ocho y cuarto, de lunes a viernes. Al principio no charlaba mucho, la verdad que soy bastante tímido y hacer esta clase de cosas me parecía ridículo. Pero poco a poco fuimos hablando. Se llama Inés y le gustan los juegos de ingenio, me enteré un viernes de diciembre. Vive cerca pero le gustaría irse lejos, me dijo un lunes de febrero. Lee mucho, escribe poco y habla lo suficiente, me contó un miércoles de abril. No importaba el día ni el dato nuevo, siempre llegaba y me preparaba un café más negro que el negro mismo.

De la vergüenza me tuve que ir de mi laburo anterior: el café te destruye el estómago. Poco a poco desarrollé una resistencia, que crecía a medida que aumentaba mi amor por Inés, la del café. Todo el mundo sabía que era Inés, la del café, menos Inés misma. Pero no me animaba a decirle que no me gustaba el café, mirá si la iba a invitar a salir. Ahí el tiempo me hizo un favor.

Después de casi tres años de estar firme como soldado todas las mañanas, me la crucé un sábado de sol en la costanera. Me ofrecí a acompañarla hasta su casa, donde me hizo pasar y no salí más. Y lo digo casi literalmente, porque ahora vivo ahí. Dos años pasaron y todos los días a las ocho y cuarto estaba ese maldito café esperándome en la mesada. Me regaló una cafetera por mi cumpleaños e hicimos una ronda por todos los cafés de Buenos Aires.

Yo la quiero mucho, pero me quiero matar. Nos conocen como “la pareja del café” y ya no sé ni dónde meter las tazas que me regalan. Y ella cuenta, siempre, que “todo empezó con un café a las ocho y cuarto…”. He desarrollado una cara de sorprendente gusto ante cada trago de ese brebaje demoníaco. Tengo tanta cafeína en el cuerpo que me volví actor, cuentacuentos, catador y mentiroso profesional.

Un día, antes de que pudiera seguir contando la historia, me arrodillé enfrente de ella y saqué un anillo.

– Inés, ¿te casarías conmigo?

Le dio un sorbo a su café, se levantó y me miró a los ojos.

– Solo si me decís la verdad – dijo, frente a mi mirada de total desconcierto. – Sí, tarado, obvio que sí –.

Mientras todos aplaudían, se reían se abrazaban, Inés puso sus labios en mi oído.

– Ya sé que nunca te gustó el café. Lo supe desde el primer día. Fue divertido igual, ¿no? – susurró riéndose, con la misma sonrisa traviesa de esa mañana de septiembre.

No me gusta el café. Pero a Inés le gustan los juegos de ingenio. Y a mí Inés me gusta cada día un poco más.

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