La desesperación de un momento esperado
– Sí…Sí, lo vi. Muy bueno – le dijo, mientras lo miraba a los ojos y se hacía un rulo con su mano derecha.
Era el momento. Sus amigos le habían dicho que iba a pasar algo así. ¿O quizás no era? Corría una brisa liviana, suficiente como para volarle ese mechón de rubio teñido por encima de sus cabellos castaños y dejarle al descubierto los ojos verdes que ya no lo veían a él, sino a su boca. “Y sí, es ahora o nunca”, pensó.
– Igual, el otro es mejor, ¿viste? – le preguntó, inesperadamente.
Bien, un segundo más para pensar. En realidad, no, porque no solo tenía que pensar en qué hacer sino en qué responder. Era obvio que lo había visto, lo había visto todo porque a ella le gustaba, y qué mejor que conicidir si ya la conocía de antes. Levantó la mano para ponerla en su muslo. No, su muslo mejor no. Su cara. No, tampoco. Su brazo. No, peor. Ya tenía la mano levantada hace mucho tiempo, decidió mejor simular que le picaba la cabeza. Levantó sus piernas apenas un poco, y se acercó.
Sus manos se tocaron, sin intención. O eso creía. ¿Había puesto su mano ahí a propósito? ¿Por qué mejor no lo hacía ella, y le sacaba la presión? No, no. Lo tenía que hacer él. Ya lo había retrasado mucho tiempo. Miró al cielo. Despejado. “Dale”, pensó. ¿Por qué mejor no llovía, y se tenían que ir corriendo hasta abrazarse mojados bajo el único árbol de un parque inexistente? Sentía que hasta las estrellas lo estaban mirando.
Ya tenía más de dos segundos tocándole la mano y sintió cómo empezaba a transpirar. Su pulso se aceleraba, cada vez más. El corazón le latía a mil por hora, pero sentía que en cualquier momento iba a parar. Acercó su cara a la de ella, y ella no se fue para atrás. Lanzó un suspiro acompañado de una sonrisa, una supuesta risa sobre algo que no era para nada gracioso. Se mojó los labios. Tenía que hacerlo.
Sentía que el corazón se le iba a escapar por la boca antes de que decidiera mandarse. Miró la piel de ella, morena. Vio sus dientes perfectamente alineados formando una sonrisa. Allí era su objetivo, esos labios apenas rosas, apenas gruesos, apenas agrietados. Estaban cubiertos de lápiz labial e iluminados por el farol que estaba sobre los dos. Ya no sentía los pies. Estaba volando, sentía que levitaba, flotaba, que no pesaba. Que se iba a ir, para arriba, quizás salvándose de ese momento, pero a la vez arruinándolo todo.
Con su mano derecha acarició su mejilla, quizás corriendo un poco su maquillaje. La sintió caliente, acalorada, quizás porque estaba ruborizada, quizás porque ella también sabía lo que venía. Su mano izquierda temblaba, pero dejó de hacerlo cuando la posó sobre la cadera de ella, que tenía la forma perfecta para que allí descansara.
“Es ahora”, se dijo para sus adentros, ya sin dudar. Antes de que la gota que se deslizara por su frente y se cayera por su nariz, apenas décimas antes de que el momento se volviera incómodo, apenas un milisegundo antes de que ella dijera lo que estaba por decir. Sus labios se abalanzaron sobre los de ella en un intento desesperado por mostrarle que la quería. Y cuando sus labios estaban a milímetros, cuando la cercanía los hizo sentir juntos, sintió que algo subía por su estómago a toda velocidad.
Se colaba por su esófago y ella no se daba cuenta, trepaba por su garganta y no sabía que hacer, se movía en su boca y no podía frenarlo, le picaba la lengua y ya no daba más. Justo antes de besarla, abrió la boca, resignado ante un destino que ya no podía evitar. Una mariposa, naranja como su color favorito, se escapó volando. La besó, y no volvió a abrir la boca. Dejó que las demás mariposas volaran en su interior, porque recién se había animado a hacer el primer paso, y todavía no le podía decir, aunque quizás ya ambos supieran, que se estaba enamorando.
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