La respuesta que nunca pude darte
Tenías olor a canela. Tenías la manía de que todo esté alineado. Tenías los ojos color miel, justamente, tu sabor favorito. No te fue difícil conquistarme. No voy a decir que bastó solo una mirada, para películas románticas está Hollywood y a vos nunca te gustó que te dirijan.
Me contestabas cada tanto, yo me aguantaba las ansias porque no podía exigir nada. Veía tu mensaje al instante y esperaba un tiempo, como para hacerme el interesante. Pero ese papel era agotador, y penar por escenarios imposibles lo hacía mas desgastante todavía.
Te acomodabas el mechón del lado derecho y sonreías. No era difícil adivinar cuándo te gustaba alguien, pero sí era doloroso porque no te adivinaba conmigo. Me hacías ponerme celoso sin siquiera notar mi existencia, y no me gustaba nada. Pensaba que nadie te merecía, odiaba a todos y a cada uno cuando, en el fondo, eran de la misma especie que yo: los que se enamoraban de vos.
Te pintabas las uñas de negro y usabas muchas pulseras, que, cuando movías los brazos, tintineaban como las campanitas del almacén de Olazábal y Lugones donde comprabas tus cigarrillos. Un día llegó mi turno, no sé si por mi sorprendente persistencia o abnegada convicción. Me propuse aprovecharlo, no dejarlo ir (ingenuo de mi parte, los turnos eventualmente terminan). Tus besos justificaban mis gastos y una sonrisa levantaba por segundos esa autoestima que por poco se perdía en los andenes de la línea B.
Te gustaba la avenida Corrientes y mirar al obelisco, ese símbolo nacional que de único tiene poco y nada, pero que es orgullo patrio. Escuchabas los discos más conocidos de Calamaro y Fito Páez, leías a Borges y Cortázar únicamente porque sabías que era “lo que había que hacer”. Eras ordinaria, común, predecible, para nada extravagante. Y eso me encantaba, después de mis últimos destinos exóticos prefería quedarme ahí, como si estuviera en esa casa de Las Toninas que iba por costumbre. Yo siempre te dejé la puerta abierta. Vos no. A veces podía espiar por la rendija, pero siempre respetaba cuando la cerrabas.
Te ponías un pañuelo cuando pintabas. Y siempre usabas el mismo collar para salir. Esa noche, como cualquier otra en que te ibas sin decirme nada, llevabas otro. El que te había dado yo. Te llevaste una parte de mí, como para justificar el error que querías cometer, y que yo únicamente descubrí porque no quise espiar por la puerta, sino que me colé por la ventana. Porque esperé ese mensaje, que nunca llegó. Y así como viniste, te fuiste, y en el medio arrasaste con todo lo que quedaba de mí.
Te imaginaba con otros especímenes aún más ingenuos que yo y te odiaba. Te odiaba porque me ganabas siempre. Te odiaba porque podías vivir sin mí, pero a mí eso se me hacía imposible. Pasé de la añoranza a la ceguera, y de ahí enfilé directo a la nostalgia. Siempre tuviste esa maravillosa capacidad de hacerme sufrir sin estar presente.
Te fuiste a romper otros corazones, a despilfarrar esa parte de mí que, beso a beso, te guardaste en el bolsillo. Salí. Costó dinero, amistades y lágrimas. Costó días, meses y años. Costó sueños, amores y deseos. Cantar me ayudó. La melodía versionaba el desconcierto y el ritmo acompañaba el dolor. Fui a abandonar a ambos en Corrientes, casi suplicando que me escuches. Pero no volviste a pasar por ahí.
Tenías los ojos vidriosos y el desgaste se notaba en tu mirada. Yo te vi primero, pero vos te acercaste. Se notaba que los diez años se habían hecho sentir en tu voz, quebrada y temblorosa. Pero tu abrazo era igual. Y tus besos no me dejaron alternativa, me obligaron a revivir esa felicidad temporal que solo volvió porque tuve éxito y era más fácil encontrarme. Y, si me encontrabas, sabías que también era más fácil que yo me perdiera de nuevo.
Tenías puesto mi collar. Te deshiciste, en perdones y lágrimas. Te derretiste entre recuerdos dolorosos y experiencias fallidas. Te desarmaste entre alabanzas y elogios. Me pediste esa felicidad que te había dado, y yo te la prometí. A la mañana siguiente fui a comprarte el desayuno. Pero creo que nunca volví del todo. Mi mente todavía repasa el desconcierto. Te fuiste.
Y yo me quedé esperando ese mensaje que, de nuevo, jamás llegó.
Comentarios
Publicar un comentario