Caja registradora

− A veces siento que la compañía está sobrevalorada, porque no es que te entienden, simplemente están al lado tuyo. Y son cosas diferentes, ¿viste? Quizás te dan una palmada en la espalda y listo, pero tus problemas siguen estando y no fueron de ninguna ayuda, y ahí te ponés a pensar: ¿realmente quiero esto?
− Mirá, yo vine a comprar un kilo de fiambre y dos gaseosas.
− Sí, sí. Son 200 pesos, perdón. Gracias, que tengas buen día.
− Suerte con tus problemas existenciales.
“¿Por qué todos creen que es un tema de existencia y no de experiencia?”, pensaba mientras veía a mi gerente tapándose la cara y riéndose. Ya no era la primera vez que se acercaba y me preguntaba si no quería un día libre para escribir todas las cosas que pensaba en vez de decírselas a los clientes que se iban enojados por lo que tardaba en darles el cambio en monedas.
− Quizás lo que no querés es solucionar tus problemas porque en el fondo te gusta ser un incomprendido.
Tenía dos bolsas de pan y una campera de cuero negra. Mientras le contestaba que la soledad surge de la incomprensión y, por tanto, no podemos disfrutar de lo mismo que nos causa dolor; intentaba entender por qué me parecía linda: sus ojos eran un poco saltones, su nariz un tanto pequeña y su boca estaba medio torcida.
− Entonces invitala a salir, flaco. Es la única que te banca en todas esas cosas que decís – me dijo mi amigo una noche, después de contarle que hace ya dos semanas que teníamos cinco minutos de discusión antes de que ella pagara.
Habíamos acordado en que la incomprensión ataca a quienes ya se amigaron con la distancia y que las grandes mentes siempre iban a estar solas, pero todavía nos quedaba abordar a la falta de diálogo profundo como la principal influencia de la soledad y si el amor podía volverse una costumbre sin escapatoria.
“No vayas a confundir amor con compañía. A veces hay gente que te da algo de lo que te falta y no por eso se tiene que quedar con vos para seguir dándotelo”. Algo así me dijo mi gerente, después de pedirme que me tomara el tiempo para escribir, pero yo únicamente pensaba en por qué mi amigo era mi amigo, si jamás se había preguntado más que por su capacidad de aguantar un año sin una persona con quien hacer cosas y/o un cuerpo que lo satisficiera.
Yo veía mi potencial perderse entre las monedas de la caja registradora, pero mi inspiración volvía con mis encuentros con la incomprendida. Mi gerente me decía que si volvía era por algo y si seguía charlando era porque quería saber de mí. Acabábamos de acordar que los padres son nuestro primer y más importante ejemplo de lo que es el amor cuando me dijo que ese día podíamos charlar más tiempo, y mi corazón se aceleró.
− El enamoramiento es ceguera: uno ve lo que quiere ver. Pero el amor es como un unicornio, un duende, una bruja. Podés pensar que existen, pero solo vas a saber que son reales si los tenés enfrente.
No le contesté. Estaba terriblemente enojado. Hace unos días me dijo que tenía tiempo, pero era porque su novio estaba trayendo su billetera, y su novio terminó siendo mi amigo, que había hablado de su novia como una más en su colección de sinsentidos. Claro que para ella fue todo un encuentro fortuito que no hacía más que demostrar que el mundo es un pañuelo.
− ¿Cómo podés estar con él? Todo indica que nosotros tenemos que estar juntos. Me pasé noches enteras pensándote, y estoy seguro de que vos hiciste lo mismo. El mundo no es un pañuelo ni el enamoramiento es ceguera: ¡vos sos ciega y el mundo disfruta de verme sufrir! – exclamé, segundos antes de deshacerme en disculpas.
Se secó dos lágrimas diminutas que amagaron a escaparse. Me agarró de la mano, me miró a los ojos y, con la voz quebrada, me dijo:
− Te estás enamorando de mi mente, que es muy parecida a la tuya. El amor no es teoría ni es pregunta, Marcos. ¿Qué importa si no tiene explicación? Yo estoy con él simplemente porque hace que yo deje de buscar una razón.
− Qué problema te compraste, eh. Dale, tomate el día libre y escribí. Volvé solo cuando tengas la cabeza despejada – dijo mi gerente mientras se reía de mi desdicha −. Te dejo elegir la música si querés.
La miré. Y no pude explicar por qué me parecía linda. Juro que intento explicarlo. Pero no puedo. En cambio, sí puedo jurar que, desde ese día, no hubo, nunca más, ni una sola moneda en la caja registradora.
Comentarios
Publicar un comentario