Yo vi a Néstor Kirchner en el colectivo



Esto no es político. Esto no es militancia. Y lo aclaro porque después ya sale cualquiera a decir cualquier cosa. Se creen que yo invento, o que me escribo esto en busca de crear un mito urbano capaz de lograr convencer a los indecisos. Pero no. Nada que ver. Yo cuento nada más que la verdad. Y la verdad, la pura y exclusiva verdad, es que yo vi a Néstor Kirchner en el colectivo. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que, para cuando yo lo vi, él ya estaba muerto.

Antes de que algún ansioso pregunte: no, no hablé con él. Tampoco sé si me hubiera interesado, porque la política, directamente, no me llama la atención. Además, ¿se puede hablar con un muerto? Quizás eso le habría preguntado. Y no, no me confundí con otra persona. No sería tan otario de escribir sobre esto si no me hubiera asegurado al cien por ciento que fue a Néstor Kirchner al que vi reiteradas veces en el colectivo. Y lo dejé de ver una vez que descubrí la verdad.

Empecemos, rápidamente, por el principio. Mi trabajo queda en la otra punta de la Ciudad de Buenos Aires. Y digo otra punta porque yo vivo en una de ellas. Considerando la enorme cantidad de cosas que hago por día, en las que no hace falta profundizar, a la hora de terminar de laburar lo único que quiero hacer es llegar a mi casa, comer y dormir. Pero para eso, primero, debo sobrevivir a una hora y media en colectivo. Mi truco es simple: me pongo auriculares, me apoyo contra la ventana y miro los autos pasar hasta, eventualmente, quedarme dormido.

No voy a negar que siempre miro a quienes entran en el colectivo cuando todavía no está totalmente lleno. Es una cuestión de seguridad. En uno de mis monitoreos, vi a un tipo canoso y narigón. Era bastante alto y caminaba con una seguridad envidiable. Me lo quedé mirando, porque me sonaba de algún lado. No miraba el celular, no escuchaba música, no leía. Él solo observaba la ciudad. Se lo notaba algo perdido. Mientras lo analizaba, giró la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos eran ojerosos y dispares. Ya no me quedaban dudas.

Miré la fecha de mi celular, como para estar seguro. Era 2021. Eso quería decir que Néstor Kirchner, el Néstor Kirchner que estaba parado en el colectivo en el que yo viajaba, había muerto hace once años. ¿Cómo podía ser que estuviera ahí, enfrente mío? Se lo veía en alerta, como si supiera que es (o era) una personalidad reconocida. Un (¿ex?) presidente, ni más ni menos. Pero nadie decía nada. Era como si yo fuera el único que notaba su presencia.

Llegué a casa y busqué en Internet. Investigué sobre su vida y su muerte. Encontré las sospechas sobre el ataúd pequeño en su funeral y las especulaciones sobre que estaba en realidad vivo, pero oculto. Si ese fuera el caso, no se tomaría un colectivo en plena Capital Federal. También leí de cómo habría muerto comiendo un sándwich de milanesa. Se hicieron las tres de la mañana y atribuí mi confusión al cansancio. Y ahí hubiera quedado todo. Pero dos días después lo volví a ver.

Esta vez tenía un sobretodo negro y largo, y usaba las solapas del cuello hacia arriba, como si fuera un vampiro. Le preguntó al chofer algo inaudible. En su voz, sin embargo, detecté dos cosas: un tono igual al que había escuchado en algunos videos y un seseo inconfundible. Como si no fuera 2021, sacó monedas de 10 y 25 centavos y las puso en un expendedor que no había visto. Sacó un boleto con valor del 2007 y se fue a sentar. Y yo lo viví dos veces: en 2015 se habían terminado los boletos y las monedas.

Néstor Kirchner viajaba conmigo en el colectivo cada dos días. Una vez lo vi usar un celular con tapita, y dio indicaciones con cierto desdén a un pobre interlocutor del otro lado del teléfono. Su ringtone era el inconfundibe “turutu” de CTI móvil, una marca que hace rato no existía. Otra vez entró con un DVD con la etiqueta de Blockbuster, y otra hasta tiró al piso un folleto de Sony Ericsson.

Cuando dos pibes entraron detrás de él hablando del San Lorenzo de Ramón Díaz campeón y sobre el interesante proyecto que era un chico llamado Lionel Messi, me pareció que todo era un sketch armado para volverme loco. ¿Quién se cruza tantas veces a Néstor Kirchner en el colectivo? ¡¿Y quién lo hace en 2021?! Desesperado, miré a un hombre que se sentaba al lado mío con un ramo de flores y una carta en su mano, y le pregunté: “¿No le parece que esta gente vive en el año equivocado?”

Me miró de arriba abajo y se rio. “¿Está seguro de que no es usted el que se cree en el tiempo equivocado?”. Apenas dijo eso, todo el colectivo me empezó a mirar. Fijamente. No paraban de mirarme. Néstor Kirchner, que antes parecía querer ocultarse, se sacó su sobretodo y se acercó hacia mí. Me miraba con esos ojos saltones, se reía con su boca torcida y se abalanzaba con su enorme espalda. Comencé a tocar el timbre del colectivo desesperadamente, y cuando pensé que alguien me pegaría o me mataría, la puerta se abrió y salté inmediatamente.

Sobre el piso mojado, busqué mi celular para llamar a la policía. No lo tenía. En cambio, había una tarjeta que decía “Ministerio del Tiempo”, y un número al que todavía no me atrevo a llamar. Y ahora que lo cuento, en 2021, me dan ganas de hacerlo. Porque lo que para todos fueron 14 años, para mí fueron 28. Y en todo ese tiempo nadie jamás me creyó. Por eso apelo a este medio. Todos mueren (Néstor, para mí, lo hizo dos veces), pero las historias no. Las historias que valen la pena no saben del paso de los años (ni de los viajes en el tiempo). Esas viven para siempre.


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