Remedios varios para la claustrofobia y la incapacidad



Ya sé lo que me vas a decir. Ya me lo dijeron miles de veces. Todos piensan que lo saben, pero para mí están todos equivocados. Yo lo voy a seguir sosteniendo: hay pocas cosas peores que no estar enamorado. Y te digo más: ser consciente de nuestra incapacidad de amar es probablemente lo que más nos destruya por dentro. Ya lo sufrí demasiado tiempo como para que me digan lo contrario.

¿Cómo es posible concebir una vida sin amor romántico? No le desearía eso ni a mi peor enemigo. Y no sé si fue el mundo, la historia o nuestra propia condición humana la que nos llevó a pensar que merecemos esa vida, y que en algún momento de nuestra existencia nos va a llegar. Para quienes no la tenemos, no solo sufrimos por esa ausencia sino por nuestro miedo a que jamás venga, o vuelva.

Porque el amor no correspondido es feo, ya sé. Pero al menos existe una especie de ilusión, de esperanza, de objetivo. Tenemos alguien a quien apuntar, y nos permite sonreír con un mensaje o apreciarlos a la distancia. En cambio, si no hay nada, ¿qué podemos hacer? Prefiero mil veces un sufrimiento pasajero que un vacío duradero. Te diría que hasta a veces deseo que me duela, deseo poder mirar a alguien y entender que es lo que necesito, aunque esa persona no sienta lo mismo. Al menos así sé que hay alguien que me permite tener la capacidad de amar.

Así, llega un punto en que uno empieza a sentir la inercia, en la que cada promesa se vuelve una nueva desilusión, porque ni siquiera logramos obligarnos a querer. ¿Si antes salía solo, porque ahora ni siquiera logro enamorarme? Los rechazos, las desilusiones, los dolores y las disoluciones: todo “nos hace más fuertes”, pero nadie nos dice que nos hace más fríos. Ya no duele tanto como antes, pero ¿qué más da? Si no sentimos nada.

Y miro películas de amor para que el deseo no se vaya, hago como Cerati y pongo canciones tristes para sentirme mejor, le escribo cartas a la luna pidiéndole que me comparta un poco de la luz que le roba al Sol. Y suplico que el tiempo no me dé la razón, porque ya no creo que alguien vaya a aparecer. Y sé que queda mucho, pero el todo pinta una imagen que poco a poco se parece a la nada. Suplico por un corazón roto (sufro porque fui feliz, ¿no?), una nueva desilusión (¿al menos me ilusioné?) u otro rechazo (pierde el que intenta).

Vuelvo una y otra vez a lo mismo: algo (o alguien) me hizo creer que lo merezco. “Y si sabés que viene, ¿por qué preocuparse?”, podrían preguntarme, lógicamente. Porque todos parecen tener, o saber, algo que yo no. Y así, esa promesa ya no es tan creíble. Y entre la incertidumbre, el descreimiento y la frustración, llega la claustrofobia.

No me digas que vale la pena ese encierro, porque bien sabés que no es así. No te soportás, no te gustás, te sabés incapaz y te molesta. No soportamos estar atrapados dentro de nosotros mismos y nuestra incapacidad. No hay manera de entrenarlo, no hay manera de evitarlo, no hay manera de solucionarlo. Simplemente es confiar en que aparezca alguien en el momento y tiempo exactos para eliminar todo aquello que tanto pesaba y tanto dolía.

Quizás, solo quizás, ahí radica el fin de la claustrofobia, porque un encierro termina cuando lo que está atrapado queda libre o desaparece. Entonces, ese sufrimiento encerrado dentro nuestro eventualmente va a terminar de alguna manera. Y así, gracias a la suerte, las casualidades y el tiempo, volverá el anhelo por la felicidad (o la misma felicidad) que tanto ansiábamos.

Nunca se trató de ser incapaces de amar a otra persona y no encontrar a quien pudiera llenar ese lugar. Nadie jamás nos prometió una solución a la soledad. Nadie nos prometió la perfección. Nadie nos prometió que el amor de otra persona compensaría el que perdimos por nosotros mismos. Y una vez que entendemos que el mundo jamás nos va a dar nada, volveremos a sonreír, a la espera de los nuevos corazones rotos, desilusiones y rechazos que solo mostrarán una cosa: nos debemos a una promesa inexistente, que se mantendrá viva mientras sigamos amando.

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